Lo que calla el corazón

Capítulo 8: Calix

Miro los papeles de divorcio que debo firmar. Llevan días sobre el escritorio, intactos. Si firmo, todo se acaba. No habrá regreso.

Ethan insiste en que luche por Victoria, pero ¿cómo luchar contra una decisión ya tomada? Ella fue clara: no siente nada por mí. Y si alguna vez lo hizo, yo me encargué de apagarlo. Ahora solo quiere liberarse.

No ayudó en nada la escena que armé la otra noche frente a su hermano. Sin saber quién era, me convertí en su nuevo enemigo.

Lo investigué. Es un médico reconocido, con una clínica privada que funciona bien. Puede mantenerla sin problemas. Pero ella también trabaja. No sé dónde. No aparece en el registro de la clínica de su hermano, al menos no de manera oficial.

Hablé con su madre. Me rogó que no firme. Dice que Victoria está confundida, que es solo una etapa y que volverá cuando la realidad la alcance. Quiero creerlo, pero la forma en que me miró esa noche me hace dudar. Me esquivó como si ya no me reconociera. Esa mujer ya no quiere seguir siendo mi esposa.

Mi suegro va a enfurecer cuando se entere. No le gustará en absoluto. Pero al final no tendrá más opción que aceptarlo. Yo ya no tengo fuerzas para convencer a nadie.

Me froto el centro del pecho. Hay una presión constante allí desde que la vi con su hermano —sin saber quién era—. Sonreía como no lo hacía hace mucho. Ligera. Libre. Como si se hubiese quitado un peso de encima.

Mi asistente entra sin golpear, como si la oficina fuera suya. Camina con un contoneo calculado, consciente de cada mirada, pero no de la mía. A mí no me mueve nada.

—Me tomé el atrevimiento de traerte algo de comer —dice mientras se acerca—. Hoy no almorzaste y no has parado ni un minuto desde que llegaste. Parece que no estás durmiendo bien.

Deja un plato humeante sobre el escritorio. Pescado, creo. El olor me golpea y el estómago se me revuelve.

—No quiero nada —respondo, alejando el plato con desdén—. Quítalo de aquí. Me da náuseas.

Ella lo retira sin chistar.

—Ni que estuvieras embarazado. —dice entre risas.

—Si no fuera hombre, estaría preocupado.

Ella ríe con más fuerza, luego toma una botella de agua del refrigerador y me la tiende.

—¿Te vas a divorciar? —pregunta, fingiendo interés, aunque su mirada se clava en los papeles.

Agarro los documentos y los volteo con fastidio.

—Jane, no es asunto tuyo. Te he dicho que no te metas en mis temas personales.

Apoya su mano en mi hombro con una sonrisa sugerente.

—Perdón. Es que me sorprendió —dice, y luego su mano se desliza por mi brazo—. Supongo que debe ser difícil estar a la altura de un hombre como tú.

Ahí está. Ethan tenía razón.

—Perdón, no quiero interrumpir. —dice una voz firme desde la puerta.

El tiempo se detiene.

—Victoria. —digo, sorprendido.

Ella entra con paso seguro. El vestido rosa de verano cae libremente por su cuerpo hasta tocar el piso. Lleva el cabello suelto, sin maquillaje, y sin embargo se ve más hermosa que nunca. Real. Intocable.

Mi respiración se agita. Siento un hueco en el estómago que no se va con nada.

—Vaya, al fin te conozco en persona —dice Jane, cruzándose de brazos—. Es raro que nunca haya oído hablar de ti. No suele mencionarte.

Victoria se detiene frente a ella, serena, pero sus ojos… sus ojos escupen fuego.

—Si tu objetivo es hacerme sentir mal con ese comentario, pierdes tu tiempo.

—No, claro que no. Solo marco lo obvio.

—Como sea —hace un gesto con la mano, sin perder el porte—. Puedes irte. Seguro ya estás buscando otro puesto... más cercano a él.

Jane sonríe con veneno.

—No es mi pareja. —digo con voz baja, pero tensa.

—Por supuesto que no lo soy —añade Jane, con fingida humildad—. No nací para ser la segunda opción de nadie, sino la principal.

—Jane, sal de aquí. Y asegúrate de que nadie nos interrumpa. Tengo que hablar con mi esposa.

Ella duda, pero mi mirada la atraviesa. Sale con paso altivo.

—Si me vas a cambiar por alguien, podrías haber elegido mejor.

—No te cambié... No voy a seguir repitiendo lo mismo, porque está claro que no me crees. Y si estás tan decidida a divorciarte, no veo sentido en seguir intentándolo.

—¿Ya firmaste los papeles?

Miro el escritorio. El papel blanco destaca como un cuchillo bajo la luz.

—Antes quiero saber dónde estás trabajando. ¿Lo haces con tu hermano?

—¿Por qué te importa? ¿Quieres hacer que me despidan?

Sus palabras me golpean como un bofetón.

—Solo quiero saber. No haré nada. ¿Me crees capaz de eso?

—No lo sé. No te reconozco.

Me cuesta tragar saliva.

—No soy así. Sí, me gusta tener el control, pero nunca quise controlar tu vida. Si me hubieras dicho que querías trabajar, no habría tenido ningún problema.




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