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El sonido de la lluvia era lo único que Henry podía oír mientras se acercaba a la entrada de la casa abandonada. Al entrar, la escena se volvió aún más sombría.
La sala estaba llena de gente: policías y forenses. Pero Henry no veía nada de eso. No veía nada más que a Laura.
Su cuerpo estaba tendido en el suelo, cubierto por una sábana blanca. Un escalofrío recorrió su espalda mientras se acercaba, cada paso resultaba más pesado que el anterior. Su corazón latía con fuerza, casi sin poder aguantar el peso de la noticia que ya sabía, pero que aún no quería aceptar.
Fue entonces cuando Jorge, su amigo y detective a cargo del caso, lo alcanzó. Lo vio caminar hacia el cadáver de su esposa. Se acercó con rapidez, tomándolo del brazo para evitar que se abalanzara sobre ella.
—Henry, no… —dijo Jorge con voz grave, intentando detenerlo.
Pero Henry, sumido en su dolor, ni siquiera lo escuchó.
El llanto que había reprimido durante toda la noche se desbordó como un torrente imparable.
En su mente, pensó que todo era una pesadilla, que el sonido de su respiración entrecortada y el latido acelerado de su corazón eran solo un eco de algo que no podía ser real. Se arrodilló junto a ella, sus manos temblando mientras levantaba con cuidado la tela blanca.
Cuando el rostro de Laura apareció ante él, un grito ahogado se formó en su garganta, pero no salió. La vio, como un sueño distorsionado, fría, ajena a todo lo que había sido, a la vida que compartieron. El golpe fue tan fuerte que no pudo contenerse más. Sus manos se aferraron a ella, a su rostro, como si al hacerlo pudiera devolverle el calor, la vida. Su corazón latía frenéticamente, casi como si al abrazarla pudiera traerla de vuelta.
La besó, sus labios rozando los de ella, mojándose con su sangre. No le importó, no le importaba nada más. Su único deseo era sentir que estaba allí, con él, que no se había ido. La sangre de Laura, aún fresca, manchó su rostro, pero él no sintió nada, solo el vacío que crecía en su interior. La desesperación se apoderó de su ser, el dolor de perderla, de perder a su hija.
Jorge le tocó el brazo, firme, pero con una preocupación apenas disimulada.
—Lo siento... En verdad lo siento... —La voz de Jorge tembló levemente—. Tienes que ser fuerte amigo.
Henry negó.
—Las perdí...perdí a mi esposa y a mi hija —intentó tocar el vientre de su esposa muerta, pero no se atrevió.
—Escúchame. —Jorge lo miró con gravedad, incapaz de ocultar la intensidad de su preocupación. —La bebé… Henry, tu hija… no está con ella.
El mundo de Henry se detuvo. El aire se le escapó de los pulmones, como si alguien le hubiera arrancado toda la vida de un solo golpe. No entendía lo que su amigo le decía. No podía entenderlo.
—¿Qué…? —El corazón de Henry latió tan fuerte en su pecho que lo sintió en la garganta. La desesperación lo invadió de inmediato. Finalmente apoyó la mano en el vientre de Laura, sintiéndolo plano—. No… no puede ser. ¡¿Dónde está mi hija?!
Jorge tragó saliva, mirando a su alrededor, asegurándose de que nadie más escuchara.
—Creemos que la bebé ha sido… robada. —Jorge se vio obligado a decirlo en voz baja, pero la gravedad de sus palabras hizo que el suelo bajo los pies de Henry se desvaneciera—. Todo apunta a que tu esposa y tu hija pudieron ser víctimas de traficantes de bebés.
Henry quedó inmóvil, sin comprender, su mente colapsando bajo el peso de la revelación.
La imagen de Laura muerta en el suelo, tan fría y distante, se mezcló con la angustia que ahora lo ahogaba. Su hija. Su hija... había desaparecido. La realidad lo golpeó con una brutalidad indescriptible, y por un momento, deseó que todo fuera solo una pesadilla de la que pudiera despertar. Pero no era una pesadilla. Era la cruel realidad que le arrebataba todo, no solo su esposa, sino a la niña que tanto amaba, que había esperado con ansias.
—Esto no puede ser —La voz de Henry se quebró, llena de desesperación—. ¡Tienes que encontrarla!
—Te prometo que lo haremos. Encontraremos a la niña —Jorge lo miró con determinación, pero las palabras parecían no ser suficientes.
Henry se aferró a su esposa. Sintiendo el profundo abismo que se abría frente a él. No había consuelo, no había explicación. La rabia lo consumía, y lo único que quería era hacer algo, encontrar a su hija, pero la realidad era que no sabía ni por dónde empezar.
Con una mano temblorosa, se pasó los dedos por el rostro, limpiándose las lágrimas que caían sin control. El dolor era tan intenso que ni siquiera podía pensar claramente. Solo quedaba un pensamiento en su cabeza, girando como una espiral sin fin: su hija estaba perdida, y nadie sabía dónde. Pero, pese a lo desalentadora que era la situación, se prometió a si mismo no descansar hasta encontrarla.
Galilea abrió los ojos al escuchar el suave llanto de un bebé. Su visión se fue aclarando poco a poco y vio a su esposo junto a la ventana, cargando a un recién nacido.
Su corazón se llenó de felicidad.
¿Era su bebé?
¿Cómo era posible si su bebé había muerto durante el parto? Recordaba haber escuchado al médico decirlo antes de que perdiera el conocimiento.