La tarde dio paso a la noche, y con ella terminó la fiesta de cumpleaños de Maron. Galilea despidió a los últimos invitados, incluyendo a su amiga Paula.
—Nos vemos mañana en el evento de caridad —dijo Galilea con una sonrisa cansada.
—Claro, y no olvides las pancartas —respondió Paula antes de marcharse.
Cuando la puerta se cerró, el bullicio se desvaneció y el silencio llenó la casa.
Mientras el personal comenzaba a recoger y limpiar los restos de la celebración, Galilea decidió llevar a su pequeña a su habitación para darle un baño. La niña había jugado tanto durante las últimas horas, que ahora estaba completamente sucia.
Al llegar a la habitación, Galilea la dejó en la cama un momento mientras iba al baño a llenar la tina con agua tibia. Poco después, ya estaba junto a la bañera, de rodillas, lavando con cuidado el pequeño cuerpecito de Maron, disfrutando de esos instantes de calma tras un día lleno de risas y movimiento.
Mientras Galilea enjabonaba con suavidad el cuerpecito de Maron, no podía evitar detenerse a mirarla. La niña tenía el cabello castaño oscuro, normalmente liso y brillante, que caía en mechones desordenados alrededor de su carita redonda. Sus ojos, grandes y expresivos, eran de un marrón cálido que parecía absorber toda la luz. Cada vez que los miraba, Galilea sentía una punzada de extrañeza.
Ni ella ni su esposo tenían esos rasgos. Ambos eran rubios, de ojos claros, y esas características predominaban en sus respectivas familias. Tanto sus padres como los de su esposo carecían de cualquier indicio de cabello castaño oscuro o ojos marrones.
—Esos ojos son de mi abuela materna. Yo era muy pequeño cuando ella murió, pero recuerdo que se parecía mucho a Maron. — le había dicho su esposo, riéndose de su confusión la primera vez que ella comentó la falta de parecido.
Luego el abuelo confirmó aquello, aunque no se podía confiar del todo en sus recuerdos, pues en los últimos años de vida sufrió de alzheimer y tendía a confundir mucho las cosas.
Aún así Galilea intentaba convencerse de que era cierto, no conocían del todo sus árboles genealógicos, quizás había alguien más que compartía los rasgos de su hija.
Sumida en estos pensamientos, enjuagó el cabello de Maron, acariciándolo mientras la niña jugaba con las burbujas de jabón, completamente ajena a las cavilaciones de su madre.
Mientras terminaba de enjuagar a Maron, Galilea apartó con cuidado el cabello húmedo de la nuca de la niña, revelando el pequeño lunar de nacimiento que siempre la había intrigado. Era una marca peculiar, una mancha ligeramente más oscura que su piel, que parecía formar un remolino irregular. Al principio, cuando Maron era bebé, Galilea pensó que era una simple mancha común, pero con el tiempo notó que tenía algo especial, como si su forma escondiera algún significado que no alcanzaba a comprender.
Había preguntado por esa marca al pediatra de Maron, quien le había asegurado que no era nada inusual a pesar de que sus padres no la tenían.
El lunar estaba en un lugar discreto, oculto por el cabello, y pocas veces lo recordaba hasta que lavaba o peinaba a Maron. Su esposo nunca le había dado importancia, aunque Galilea había insistido en saber si alguien más de su familia tenía algo parecido. Para tranquilizarla, él le había respondido que su madre tenía una marca parecida cerca de la rodilla.
Esa respuesta no la satisfacía del todo, pero lo dejaba pasar, tratando de no darle demasiadas vueltas al asunto.
¿Cómo podía pensar que el poco parecido de la niña y aquel lunar eran señal de que no era su hija verdadera?
Después de vestir a la niña, la peinó y la arrulló en la cama para contarle un cuento, a los pocos minutos se quedó profundamente dormida.
Galilea le dio un beso y salió de la habitación para ir a la suya.
Fue un día muy agitado, pero logró hacer que Maron se divirtiera y eso compensaba el cansancio que sentía.
Galilea dejó caer su vestido sobre el respaldo de una silla y entró al baño. El vapor comenzaba a llenar el espacio, envolviéndola en una sensación de alivio. Dejó que el agua caliente cayera sobre su cuerpo, arrastrando consigo el cansancio del día. Mientras se enjabonaba, repasaba mentalmente los momentos de la fiesta: las risas de Maron, la charla con Paula y la partida de su esposo Fred a la oficina.
No había llegado a tiempo para acostar a su hija, a pesar de que había prometido hacerlo, seguramente algún imprevisto en la empresa lo había retenido.
Se enjuagó el cabello con movimientos lentos, intentando ahuyentar la ligera molestia que sentía. Fred siempre priorizaba su trabajo, y aunque lo entendía, no podía evitar desear que hiciera un mayor esfuerzo por pasar más tiempo con ellas, especialmente en días tan importantes como este.
Cada vez se sentía más lejos de él. Los momentos que compartían juntos parecían más un mero compromiso. Ya no sentía la misma emoción que hace años.
Cuando terminó de bañarse, se envolvió en una toalla y salió al dormitorio. Mientras buscaba algo cómodo para ponerse, escuchó un toque discreto en la puerta.
—¿Señora Galilea? —La voz de la muchacha del servicio se filtró desde el otro lado.
—Adelante —dijo ella, abrochándose la bata rápidamente.
La puerta se abrió, y la joven asomó la cabeza con expresión cautelosa.
—Disculpe que la moleste, pero hay un hombre en la sala. Dice que quiere hablar con el señor Fred.