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Galilea caminaba de un lado a otro en la habitación, cruzándose de brazos y lanzando miradas hacia la puerta. Cada segundo que pasaba aumentaba su inquietud. ¿Por qué Fred se demoraba tanto? ¿Qué clase de asunto tenía que tratar con ese hombre? No parecía la clase de persona con la que su esposo acostumbraba a tener amistad.
En el despacho, la tensión era palpable. Fred estaba rígido detrás de su escritorio, los dedos tamborileando contra la superficie de madera, aunque su rostro se mantenía inexpresivo, salvo por la arruga de disgusto en su frente. Leonel, en cambio, se reclinaba con descaro en la silla frente a él, las piernas cruzadas y una sonrisa apenas perceptible que exasperaba a Fred.
El único sonido en la habitación era el monótono tic-tac del reloj, y las respiraciones de ambos hombres que llenaban el espacio como un eco sofocante.
—Hice algunos negocios que no resultaron bien. Ahora la policía me está buscando y necesito dinero para irme del país —le había dicho luego de que Fred lo recriminara por aparecerse en su casa.
—¿Más dinero? Tienes que estar bromeando. Te di una fuerte suma cuando me ayudaste con mi problema hace tres años —respondió él con disgusto.
—¿Qué quieres que te diga? El dinero no dura para siempre, amigo. Necesito más y si no quieres que salga y le diga a tu querida esposa lo que hiciste, será mejor que me des lo que te pido —advirtió Leonel. Y la mandíbula de Fred se tensó, su mano derecha apretó el borde del escritorio con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.
—Ni a ti ni a mí nos conviene que se sepa esto. Si la policía me atrapa porque no me diste el dinero que te pido, yo podría hablar y contarles todo.
—No serías capaz, eso solo agravaría tu situación.
—Puede ser, pero si me atrapan no tendré nada que perder y nada impediría que te delate, así que mejor evitemos tener que llegar a eso y dame lo que te pido. Eres un hombre exitoso, ese dinero será como quitarle un pelo a un gato —agregó, viéndolo con aire relajado.
Fred se recargó en el respaldo de su silla, soltando un largo suspiro, como si le pesara hasta el alma.
No podía permitir que su esposa ni nadie supiera lo que hizo hace tres años. No le gustaba que un pobre diablo como Leonel le estuviera amenazando, pero por ahora no tenía más opción que ceder.
—Está bien —dijo, su voz baja y cansada—. Te daré lo que pides. Pero escucha bien, Leonel: esta será la última vez. Una cantidad igual a la anterior. Luego desapareces. Para siempre. Te veré mañana a la misma hora y en el mismo lugar que aquella noche hace tres años para darte el dinero.
Leonel sonrió, satisfecho, como un depredador que acaba de atrapar a su presa.
—Por supuesto, Fred. Como siempre, es un placer hacer negocios contigo.
Fred no respondió. Solo miró a Leonel con una mezcla de repulsión y resignación, mientras este se levantaba de la silla y se dirigía hacia la puerta con paso triunfal.
Galilea salió de la habitación, inquieta, mientras esperaba a que Fred finalmente fuera a buscarla para hablar. No podía sacudirse la sensación de que algo andaba mal.
Decidió ir a ver a Maron. Al acercarse a la cama, notó que la niña tenía una delgada línea de sudor en la frente y respiraba con dificultad.
Alarmada, tocó su mejilla.
Estaba ardiendo en fiebre.
—¿Maron? —intentó despertarla, sacudiéndola suavemente, pero la pequeña no respondió. El miedo empezó a invadirla—. Cariño, cariño...
En ese momento, Fred se encontraba en el pasillo y al escuchar sus voz dirigió sus pasos a la habitación de la niña.
—¿Gal? —su voz era neutral, casi despreocupada—. Necesitamos hablar.
—¡Maron no despierta y está con fiebre! —dijo ella con urgencia, levantando a la niña en brazos.
Fred, al captar la gravedad de la situación, se acercó rápidamente.
—¿Qué le pasa? —preguntó, examinando a Maron con ojos críticos mientras le palpaba la frente y las manos.
—Tenemos que llevarla al hospital, podría ser covid o algo mucho peor —urgió Galilea.
—Espera, no saquemos conclusiones tan rápido. Tal vez no sea tan grave.
—¡Está inconsciente! —le reprochó, al borde del llanto—. ¡No voy a quedarme aquí esperando a que empeore!
Fred suspiró, levantando a la niña con delicadeza.
—Tienes razón. Vamos al hospital del Centro ahora mismo. Ponte algo cómodo mientras la llevo al coche.
Galilea se apresuró a cambiarse mientras escuchaba los pasos de Fred por la casa. Se puso lo primero que encontró y salió corriendo al coche, donde Fred ya había asegurado a Maron en el asiento trasero.
—Sube —dijo Fred mientras arrancaba el vehículo.
Durante el trayecto, Galilea tomó su teléfono y buscó el contacto del pediatra de Maron. Aunque la línea tardó en conectarse, logró comunicarse y notificar la situación. Con el corazón en un puño, guardó el móvil y miró a su hija, que seguía inmóvil.
—Ya casi llegamos, amor... aguanta un poco más —susurró con voz temblorosa.