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Esa noche, el teléfono de Henry Caldwell sonó insistentemente, pero no respondió.
Cuando el tenue resplandor del amanecer iluminó su rostro, abrió los ojos y contempló la lápida de la tumba de su esposa, Laura.
La reunión con el investigador privado había sido un golpe más a su ya debilitada esperanza. La falta de noticias sobre el paradero de su hija lo hundió en una desesperación que no podía contener. En busca de consuelo, había terminado junto a la tumba de Laura, bebiendo en silencio mientras le suplicaba perdón por no cumplir su promesa de encontrar a su hija y hacer justicia.
No era un hombre acostumbrado al alcohol, y al ver la botella vacía a sus pies, una sensación de vergüenza lo invadió.
—Lo siento, amor —murmuró, llevándose las manos al rostro con cansancio—. Quería venir ayer, no solo porque se cumplían tres años de tu partida, sino porque esperaba traerte buenas noticias... pero te fallé.
Su voz quebrada se perdió en el aire frío del amanecer, mientras el peso de su promesa incumplida lo envolvía como una sombra.
Henry permaneció en silencio por unos segundos, como si esperara que la fría lápida pudiera darle respuestas. Se llevó una mano temblorosa al pecho, tratando de apaciguar el dolor que parecía brotar de su alma.
—No sé qué más hacer, Laura —murmuró con voz quebrada—. He buscado en cada rincón, he hablado con todos los que pudieron haber estado cerca esa noche… pero no hay nada. Ninguna pista, ningún indicio de quién te hizo esto… de quién se llevó a nuestra bebé.
Se inclinó hacia la lápida, sus ojos cansados fijos en el nombre grabado en la piedra.
—Es como si esa noche hubiera desaparecido en el vacío. Nadie vio nada, nadie escuchó nada. Todo lo que tenía, todo lo que éramos, se desmoronó en un instante, y no hay nada que me ayude a entender por qué.
Su voz se tornó amarga, casi un susurro.
—¿Cómo puede alguien arrancarte la vida, llevársela a ella… y desaparecer sin dejar rastro? ¿Qué clase de monstruo haría algo así?
Henry apretó los puños, luchando contra las lágrimas que quemaban sus ojos.
—Te prometí que la encontraría, que no descansaría hasta saber la verdad. Pero ahora… —se detuvo, sacudiendo la cabeza— ahora ni siquiera sé por dónde seguir.
El viento helado del amanecer sopló con fuerza, pero él no se movió. Sus palabras se diluyeron en el aire, mientras el peso de su desesperación lo hacía sentir más pequeño ante la inmensidad de su fracaso.
Mientras tanto en el hospital del Centro, las cosas se complicaban...
—Gal, ya cálmate. Maron se pondrá bien —dijo Fred, intentando consolarla, aunque su tono tranquilo no lograba apaciguar la angustia de Galilea.
El estado de Maron había empeorado en la madrugada, y ahora el cardiólogo les había dado un diagnóstico que cambiaría sus vidas.
—Maron sufre de tetralogía de Fallot —explicó el médico, su tono firme pero empático—. Es una enfermedad cardíaca congénita que afecta el flujo de sangre desde el corazón hacia el resto del cuerpo.
Galilea sintió que el mundo se tambaleaba bajo sus pies. Congénita. ¿Cómo no lo habían sabido antes?
—¿Cómo es posible que no nos diéramos cuenta antes? —preguntó Fred, su voz serena pero cargada de intención.
—A veces, los síntomas no son evidentes en los primeros años, especialmente si la obstrucción al flujo sanguíneo no es severa —respondió el médico—. En el caso de Maron, su corazón compensaba hasta ahora. Sin embargo, el estrés de la fiebre y la posible infección hicieron que su cuerpo ya no pudiera soportarlo.
—¿Es grave? —preguntó Galilea, con un hilo de voz mientras luchaba por no quebrarse.
El cardiólogo asintió con gravedad antes de responder:
—La buena noticia es que es tratable, pero necesitará cirugía para corregir las anomalías en su corazón. Es un procedimiento delicado, pero con altos índices de éxito si se realiza a tiempo.
—¿Cuándo comenzarán a tratarla? —intervino Fred, directo.
—Por desgracia nosotros no contamos con el equipo suficiente. Así que les sugiero que la lleven al Hospital Renacer, es sin duda la mejor opción. Allí trabaja un colega, el doctor Henry Caldwell, uno de los mejores especialistas en cirugía cardíaca infantil del país. Él tiene experiencia con casos como el de Maron y podría ofrecerles las mejores posibilidades de éxito.
—¿Está muy lejos? —preguntó Galilea, preocupada por el traslado.
—No, está a menos de una hora de aquí. Podemos coordinar su traslado en una ambulancia equipada para garantizar que llegue estable. Llamaré al hospital. Estoy seguro de que la recibirán din problema.
Fred y Galilea intercambiaron una mirada silenciosa, ambos conscientes de que no había otra opción.
—Hagámoslo —dijo Fred, con una decisión que cortó el aire como un cuchillo.
El médico se apresuró a ponerse en contacto con el hospital Renacer, y recibió luz verde para realizar el traslado.
Solo unos minutos después se llevó a cabo el traslado. Fred condujo detrás de la ambulancia, con Galilea a su lado, quien mantenía la vista fija en el camino, rogando para que todo saliera bien. Tenía que creer que todo estaría bien.