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Romina estaba sentada en la silla frente al escritorio de Henry, con las piernas cruzadas y un aire de impaciencia que apenas intentaba disimular. Acababa de regresar de su viaje a Puerto Rico y lo primero que quiso hacer fue ver a Henry, ese hombre que siempre la había obsesionado, incluso después de tantos años.
Mientras esperaba, su mirada vagó por el consultorio. La habitación estaba impecablemente ordenada, como si reflejara la precisión quirúrgica de su dueño. Sobre el escritorio, una fotografía enmarcada captó su atención: Laura, la difunta esposa de Henry, sonreía con ese brillo que siempre había provocado en Romina una mezcla de celos y resentimiento.
Con un movimiento rápido y furtivo, tomó la foto entre sus manos. Observó el rostro de su prima con detenimiento, tratando de entender por qué Henry había terminado con ella para estar con Laura. ¿Qué tenía ella de especial? A los ojos de los demás había sido tan perfecta. Su sonrisa impecable, el cabello brillante y la personalidad encantadora que a ella le repugnaba al resto le había cautivado.
Romina apretó los labios, sintiendo cómo el resentimiento que había tratado de enterrar durante años volvía a surgir con fuerza. Recordó la noche en que Henry le dijo que se había enamorado de Laura. Su corazón se había roto en mil pedazos, y aunque había intentado fingir que lo superaba, nunca dejó de odiar a su prima por robarle al único hombre que había amado de verdad.
—Siempre tan perfecta, ¿verdad, Laura? —murmuró con un dejo de amargura mientras pasaba un dedo por el cristal del marco—. Pero mírate ahora... No estás aquí, y yo sí.
Dejó la foto con cuidado en su lugar justo antes de escuchar pasos acercándose al consultorio. Rápidamente se acomodó en la silla, componiendo una expresión de aparente calma. Cuando la puerta se abrió y Henry entró, Romina le dedicó una sonrisa que pretendía ser cálida.
—Henry.
—Hola, Romina —respondió él mientras ella se levantaba para acercarse y darle un beso en la mejilla.
—Te eché de menos —dijo ella, abrazándolo con una intensidad que no pudo evitar. Desde que regresó, estar con él había sido todo lo que deseaba.
Cuando Laura murió, había tratado de acercarse a Henry nuevamente. Creyó que, con el tiempo, él superaría la pérdida y podría mirarla de otra manera, como lo hizo antes de conocer a Laura. Sin embargo, Henry siempre había mantenido una distancia fría. La decepción la empujó a irse un tiempo, pero ahora estaba de vuelta, más determinada que nunca a reconquistarlo.
—¿Cómo has estado? —le preguntó Henry mientras se apartaba suavemente de su abrazo.
—Bien —respondió, acomodándose un mechón de cabello detrás de la oreja—. Pero me preocupó que no respondieras mis llamadas.
—He estado ocupado, Romina. Entre el hospital y... otras cosas, apenas he tenido tiempo —dijo Henry, en un tono que parecía querer cerrar el tema.
—Bueno, entiendo eso —respondió ella con una sonrisa que intentaba disfrazar su descontento—. Hay muchas personas que dependen de ti.
Henry asintió, sintiendo cómo el ambiente se volvía ligeramente incómodo. La presencia de Romina siempre le resultaba extraña, le traía recuerdos de su fugaz relación con ella que prefería no remover. Por más que intentaba ser amable, la sombra de lo que alguna vez compartieron hacía que tenerla cerca fuera complicado.
Romina lo sabía, pero estaba decidida a ignorar cualquier barrera. Esta vez, no se daría por vencida tan fácilmente. Estaba decidida a recuperar el lugar que, en su mente, siempre había sido suyo.
—¿Tienes tiempo para ir a tomarte un café conmigo? Creo que tenemos mucho de qué hablar.
Henry miró su reloj.
—Solo tengo unos pocos minutos.
—Con eso tengo suficiente —dijo Romina colgándose de su brazo para sacarlo del consultorio.
Galilea llegó a su casa con el corazón pesado y una sensación de vacío que no lograba sacudirse. La preocupación por el estado de Maron seguía aplastándola. Necesitaba un momento para despejar su mente, aunque fuera breve.
Se dirigió directamente a su habitación, dejando caer el bolso sobre la cama antes de entrar al baño. Abrió la regadera, dejando que el agua caliente recorriera su cuerpo, tratando de disolver el nudo de tensión que sentía en el pecho. Cerró los ojos y respiró profundamente, pero la imagen de Maron, pequeña y frágil en esa cama de hospital, no desaparecía.
Al salir de la ducha, se envolvió en una bata de seda y se quedó mirando su reflejo en el espejo. Las ojeras bajo sus ojos y su piel apagada le recordaban el cansancio de las últimas horas. Intentó sonreír, pero incluso ese simple gesto parecía agotador. Se vistió rápidamente con ropa cómoda: jeans y una blusa ligera, y recogió su cabello en un moño informal. No era momento de preocuparse por su apariencia.
Bajó a la cocina, donde una de las empleadas ya estaba ocupada con las labores de la mañana.
—Buenos días, señora. ¿Le preparo algo?
—No te preocupes, solo quiero un café.
En la mesa del comedor, con una taza recién servida y un plato con tostadas que habían dejado para ella, Galilea sacó su teléfono. No tenía mucho apetito, pero necesitaba mantenerse fuerte. Marcó el número de Fred Sinclair.