Lo que la luz dejó

Cap. 1: Una noche fugaz

Alguna vez tuve el privilegio de apreciar una de las tantas maravillas que la naturaleza nos regalaba, cosas simples cómo: el atardecer en una playa, la vista desde una montaña,  nubes esponjosas formándose en el celeste cielo, un cálido día, una fría noche, entre muchas otras; podían llegar a ser un simple e increíble obsequio digno de tener guardado en mis memorias. Más, con tantas construcciones a mi alrededor y explotación territorial humana, con los años eran difícil a veces de poder deleitarse con ellas. 


Ese día tuve mucha suerte, la mañana había amanecido con señales de que llovería, el sol no pasaba de las oscuras nubes que amenazaban con una fuerte tormenta; primero fue un suave diluvio, le siguió una llovizna y cuando nos dimos cuenta, truenos retumbaron y luces destellaban entre la nubosidad. El chaparrón se intensificó tanto que para las tres de la tarde ya no había taxis, carros, buses o persona alguna transitando. 


Ha de creer que eso sería lo peor y me relajé viendo la televisión con mi familia, ¿qué pasó? Las luces empezaron a tintinear y en un dos por tres todo cayó en penumbras. Yo vivía en una parte del estado en el que la tormenta afectó a tal punto en que trajo la consecuencia de que el sistema eléctrico sufriera una falla y duraran alrededor de treces horas para repararlo. 


Trece horas sin luz, sin electrodomésticos, a base de velas y lámparas pequeñas de baterías, haciendo la comida antes de que anocheciera y jugando hasta que el teléfono se muriera. 


Trece horas que no olvidaré, al menos siete de ellas. 


¿Por qué? Se limitaba a una simple cosa: cuando las luces se apagan y la noche manda, lo mejor que pude hacer fue salir de casa y recostarme en el capo de lo que quedaba de una camioneta, en la casa abandonada del frente. 


Nunca olvidaré ese cielo, era una cosa impresionante, sin luces artificiales que la obstruyesen, podía tener el honor de observar ese mar cósmico que me regalaba la naturaleza cada noche y no lo había notado hasta entonces, pero no fue lo único bueno que me obsequiaron. 


Jean de Boufflers dijo que: “El placer es la flor que florece; el recuerdo es el perfume que perdura”. No hubo placer más grande que él, como un mismo recuerdo, uno que sigue vivo, flameando en mis memorias. Un chico silenciosamente apasionado que en una noche cambió mi visión con su manera de pensar. 


Lo curioso era que, aunque él me conocía, jamás lo había visto y esa noche no fue la excepción, por la falta de luz no distinguí su rostro, no supe quién era, ni cómo se llamaba; fui una ignorante a ciegas, no pude grabarme más que su voz, sus palabras, el sonido de su risa, el fresco olor a jabón azul y recién salido de un baño y, lo más bonito y extraño, su repentino beso antes de marcharse. 


Eres una flor que fue iluminada por una estrella fugaz. No lo olvides porque yo no lo haré. 


Esos fueron sus últimos susurros llevados por el viento junto con su misterioso ser. No me dio explicaciones de ningún tipo, si lo pienso parece el poema del fin de un encuentro cercano; sin embargo, no podría preguntárselo ahora, desde entonces desapareció y sin un nombre lo único que he podido hacer es repetir, y repetir, lo que alguna vez me dijo. 


Tal como ahora en que un suspiro se escapó de mis labios y bajé mi cabeza de las nubes, encontrándome la acusativa mirada de mi jefa que, a labias, no se encontraba contenta y solo podía haber una explicación: la había cagado otra vez. 


"Aquí vamos…". Pensé. 


—Milagros, ¿de nuevo soñando despierta? —preguntó, claramente irritada. 


—No, no, jefa, no es lo que pa... 


—Parece —Me interrumpió y recalcó— que tenías la mirada perdida y acabas de poner las latas de atún sobre mi cabeza—Me corto, dejándome casi muda. 


—Es que... —No sabía que decir, me había atrapado con las manos sobre su cabeza, literal, las cuales quité y miré con algo de miedo de lo que evidente que podía pasar. 


—Es que nada, Milagros —Extendió su palma hacia mi—. Entrega tu camisa y gorra, estás despedida. 


Bajé la cabeza y cerré mis ojos soltando otro suspiro, uno de decepción propia, mientras me deshacía de la gorra y me quitaba la camisa del trabajo, quedandome con la que traía abajo, poniendo ambos sobre las manos de otra exjefa. 


—Lo siento, Mili, pero necesito a gente con los pies en tierra y concentrados en este mini market y ya es la quinta vez que te despistas y pones las cosas donde no van; por ejemplo —se señaló—: latas en mi cabeza. 


—Lo siento... 


La excéntrica madura mujer, me dio un sobre y luego se hizo a un lado, dándome la señal de que tomara mis cosas y me fuera para no volver. De regreso a casa —departamento que compartía con mi hermana— caminé por varios lugares para mentalizarme el siguiente regaño que me darían en cuanto supieran que me despidieron, otra vez.  


Si, no era la primera vez que sucedía. Soy, ¿cómo decirlo? Una frecuente desempleada sin ocupación en la vida más que intentar mantener un trabajo por más de una semana, semana y media, cuando mucho tres. 


Auch, sonó hasta más triste de lo que pensé. 


—¿¡Otra vez!?  


—Sí. 


—Y lo dice tan calmada la caraja —Pensó en voz baja mi hermana—. Mili, por el amor a Dios, ya es el segundo en el mes y el no sé qué tanto en el año. 


—Lo sé. 


—¿Y seguirás así? 


—No lo sé —Bufé. 


—¿Cómo es que no intentas excusarte? 


—Es mi maldición, May. Estar siendo despedida con tanta frecuencia se ha vuelto… ¿Natural? —Encogí mis hombros—. Pero la buena noticia es que si sigo así puedo comprarte medias nuevas para navidad. 


—Que navidad y que ocho cuartos, cambia esa mentalidad del coño y baja del puto espacio infinito y más allá para que empieces a buscar otro trabajo —Y como sentencia me lanzó el periódico, de ese día y otros, a la cara. 




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