Lo que la luz dejó

Cap. 8: Nada mejor que un pescado frito

—¿Estás bien? —preguntó Asim, aun sosteniendo mi cintura y uno de mis brazos.

—Si... —Solté sus manos de mi cuerpo y me separé lentamente, evitando a toda costa sus ojos, no quería que me vieran así—. Perdón por eso... No sé explicar lo que pasó... Yo...

—Mili... —Vi a mi hermana de reojo, estaba asustada y en sus ojos notaba la culpa.

—Estoy bien —Los tres intercambiaron miradas y regresaron a mi—. En serio.

—Si acabas de llorar —Razonó Ricardo.

Miré a mi hermana, estaba preocupada, no sabía ni que decir y podía jurar que yo iba a llorar si ella lo hacía, más porque conozco lo mucho que odia hacerlo en público, igual que yo. Debía sacarnos de ahí, y pronto.

—Con permiso... —dije antes de tomar la mano de ella y salir de aquel lugar, ya habría otro momento para averiguar lo que queríamos en primer lugar.

Pasó la noche lenta para mí. Increíblemente, mi memoria estaba jugando conmigo y mandaba un recuerdo sin siquiera cerrar mis ojos, por lo que apenas pude dormir, temiendo de tener otro desagradable momento como el de temprano en casa de Ricardo.

May estuvo igual unas horas luego que llegamos a casa, despierta e interrogándome para entender mi reciente actitud, disimuladamente culpándose a ella misma por sacar el tema que me lastimó. Al final tuve que explicarle todo lo que mi cabeza hizo y recibir su sermón, consejo y consuelo de segunda madre que era.

Fue fuerte, tan fuerte que hasta que ella no se durmió, no salí de nuevo de casa a sentarme en el porche a pensar un rato en medio del aire fresco. Algo que me trajo problemas al siguiente día, en el que, con tremendas ojeras, durante horas laborales con mis hermanos y mi padre en la pescadería, atendíamos a los pocos clientes que iban y venían comparando precios para elegir el conveniente y finalmente decidirse a comprar.

Aunque no podía quejarme, ¿qué era peor que preguntar a desconocidos sin que se te trabara la lengua o fueras interrumpido por las inevitables ganas de bostezar? Preparar los pescados, picarlos, sacarle las tripas y embolsarlos, el trabajo cual le tocaba a el resto de mi familia. Mientras yo era la recepcionista y administraba los pagos y el efectivo, mi padre picaba y sacaba lo de adentro, mis hermanos echaban el resto en un tobo y los picados en las bolsas, y mi hermana cerraba y entregaba con una sonrisa al cliente, importándole poco que se ensuciara de sangre las manos o de los malolientes olores del mar.

—Aquí tiene, que tenga buen día —dijo May al último cliente del día antes de finalmente cerrar.

—Buen trabajo, todos —comentó mi padre, secándose la sangre de las manos de su delantal—. Gracias, hijas, por venir y ayudarnos.

—No es problema, papi —objetó mi hermana.

—Dilo por ti, May —Bostecé, haciéndolos reír.

—A alguien le pego la fiesta de anoche —dijo papá, cruzándose de brazos.

—Si... La fiesta —murmuré para mí, ocultando la cabeza entre mis brazos sobre el mostrador.

Mi familia siguió hablando entre sí, May conversaba de su experiencia en el extranjero con papá mientras que los demás la escuchaban, riendo a veces por las dramatizaciones que hacía del momento, como alguien que cuenta cuentos para niños, haciendo entretenida la charla hasta que escuchamos que la puerta del local se abrió.

—¿Y dónde está mi gente? —canturreó el recién ingresado.

—¡Ricardo!

La conmoción se intensificó cuando aquel moreno chico, hizo su gran entrada en el pequeño lugar con la mercancía de la semana próxima, junto a su primo quien traía un mandado de mi padre.

—¿Cómo estuvo la vaina? —preguntó mi padre, tomando dos de las bolsas que traía Ricardo.

—No, señor, los peces esos del coño no picaban, y ya arrecho me iba, cuando pasó... —Alzó las bolsas—. Me llevé la lotería —Risoteó—. Josecito le manda saludos.

Se echaron a reír y con mis hermanos se fueron a guardar los pescados en su lugar para la venta de mañana. Entre tanto pasaba esto, May aprovechó para hacerle un par de preguntas al castaño que dejaba unas bolsas con charcutería y pan en la mesita de trabajo.

—¿Qué, ahora ustedes se encargan de pescar?

—Rodolfo cumplirá cincuenta y dos años, Mayriol, y sufre de la espalda por lo que debe cuidarse, no puede andar llevando un motor de ese tamaño cada semana —especificó, primeramente, tomando asiento al lado de ella—, además, como todo aquí, es para ganar el pan que comemos, es un buen negocio.

—Entonces ustedes se ofrecieron y él les dio trabajo —sostuvo la teoría.

—Algo así —confirmó—. Éramos meseros en un kiosko cerca de aquí, pero redujeron personal y nos sacaron. Sus padres se enteraron y como necesitaban a alguien más que les ayudara que no fueran tus hermanos, nos contrataron. Riki ayuda aquí en la pescadería y yo a la señora Diosiris en el Kiosko de la playa.

—Eso explica porque ambos huelen a mar, aunque no los viéramos en todo el día.

Asim rió asintiendo, dándole la razón a May. Quien entabló otra conversación con el chico de encantadora sonrisa, cuyos ojos y acaso se daban cuenta que estaba viéndolo muy atentamente, sin mucho interés de lo que saliera de sus labios.




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