Lo que la luz dejó

Cap. 9: No me busques, no me encontraras

—¿Qué tanto miras? —preguntó, percatándose de que llevaba rato mirándolo.

—Eh... Bueno... —Reí nerviosa.

Me había cachado con los ojos puestos en él y por la poca luz pude distinguir que ladeaba su comisura a la izquierda, el lado opuesto a mí para que no notara su gracia. Se divertía a costa de mí.

—Es que... —Intenté buscar una excusa, pero no encontré ninguna, quedándose mis palabras en el aire.

—¿Sí…?

—Ok —Crucé mis piernas, sentándome sobre el capo—. Llevamos como unas cinco/seis horas aquí y... No sé quién eres ni que pretendes —Solté y empezó a reírse, lo miré molesta, aunque no lo podría notar por la oscuridad—. ¿Me puedes decir por lo menos tu nombre?

—No —dijo como si nada y volvió a recostarse pasando de largo mi pregunta.

—¿Por qué?

—No es necesario que lo sepas.

—Claro que sí, para recordarte si te vuelvo a ver después. No quiero que me pase de esas situaciones que encuentro a alguien en la calle que conozco y no recuerdo su nombre, es vergonzoso —Di mi argumento y ni se inmutó de su sitio.

—Pues quítate la vergüenza, no creo que nos volvamos a ver.

—¿Que? ¿Por qué?

El silencio prolongó por varios minutos y eso hizo que me pusiera nerviosa, empezando a pensar de más, sin querer, en voz alta.

—¿Tan mal te caí?

—No, para nada —Soltó unas carcajadas y se enderezó sentándose a mi costado—. Eres justo como te describió tu padre, por eso me quedé aquí, y porque en mi casa no hay nadie y hace un calor de mierda como si estuviéramos en un sauna.

—Entonces, ¿por qué no me dices cómo te llamas?

—Que me caigas bien no me obliga a tutearte. Después de todo la confianza da asco.

—Y yo era la desconfiada —Me crucé de brazos.

—Si lo eres. Llegué y ya te asustaste, aunque no te culpo si me atacaras —Lo pensó mejor—. Con toda esta situación es válida tu reacción.

—Muy... ¿Bien? Y, ¿entonces te llamas…?

Suspiró. Lo estaba cansando con la misma pregunta, pero después de horas de hablar con una sombra, ya no podría callar esa duda.

—Oye, ¿a dónde vas? —No me respondió y bajó del capó, se agachó, arrancando algo del monté y se volvió a subir.

—En un jardín —Volvió a suspirar cruzando sus piernas.

—¿Qué dices?

—O una pradera —Continuó—, existen miles flores de la misma clase.

—Aguanta, ¿de que estás hablando?

—Digo que... —Se giró hacia mi haciendo visible por breves segundos su destellante mirada—, en tal mundo rodeado de tanto y tantos, una flor igual a otra no destacará por si sola al menos que el destino te guíe a agarrarla. Esa es mi situación. No dudes que, luego de esto, entre todo el campo, seré otra flor que pasarás por alto.

Fruncí en ceño realmente confundida, ¿qué tanto balbuceaba? Era como si indirectamente dijera un "adiós" definitivo, en que no lo volvería a ver y, de alguna manera, eso me molestaba.

—¿Qué coño…?

Fui cortada. Antes de que pudiese completar mi primer reclamo el chico sin nombre tendió lo que había agarrado del monte: una simple flor violeta. Llamada a sí misma "pensamiento". Cuales se quedaron cortos, y se tragaron mis palabras luego de captar su indirecta, la cual dijo a los segundos con su tenor voz.

—No te sumas en la duda, los pensamiento también son distractores que pueden hacerte perder de momentos importantes.

Y como si hubiera seguido al pie de la letra su frase, elevé mi mentón y descubrí que su otra mano sostenía otro pensamiento, alzado hacia el cielo donde una estrella fugaz encontró el momento perfecto de aparecer: sobre ella en un arco iluminado.

—Pero oye... ¿Que? ¿Por qué haces eso?

—¿Qué cosa?

—¡Eso! Hacerte el poeta  y confundirme con palabras bonitas.

—Tal vez porque por ahora quisiera ser parte de tus pensamientos.

Hacía frío y el viento soplaba, pero más que el ambiente era su declaración lo que me exaltaba la piel, erizándomela, mientras que mi pecho y mejillas se llenaban de calor y la incertidumbre tomaba posesión de mi rostro.

—Que... ¿Qué quieres decir con eso…?

Silencio...

—¿Sabes por qué seré esa flor que no mirarás entre tantas? —Negué—. Porque seré la que está al costado de tu oreja. Tal cómo ese pensamiento en que rondará tus recuerdos sobre quién soy.

—No te entiendo... ¿Quieres que te recuerde? Pero... ¿Que no te recuerde?




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