Lo que los ojos no ven

Capítulo 3.

CAPÍTULO 3

“SOFÍA”

Desde muy pequeña, mis papás siempre me han enseñado a ser de esas personas que se limpian las lágrimas y se levantan del suelo para decir: “La vida sigue”. Ciertamente, lo había olvidado por un momento, pero gracias al cielo me lo recordaron; y una semana después de mi regreso a casa empezaba a sentir que todo se acomodaba poco a poco a mi nueva vida. Puse mis ideales a un lado y decidí aceptar la ayuda de mis papás y amigos sin verlo como algo malo. Todo comenzaba a sentirse lo más cercano a lo que se puede llamar normal, aunque había algo dentro de mí que no podía procesarlo por completo, una sensación que señalaba que en realidad no está bien, pero que intentaba reprocharlo.

-Sofía, ¿puedo pasar? –Preguntó una voz extremadamente familiar a través de la puerta de mi habitación.

-Claro Alex. –Le respondí. Escuché el sonido de la puerta al abrirse y seguidamente sus pasos anunciaban su ingreso a mi habitación. Sabía que era él, era imposible no reconocer el tono de aquel chico alto y delgado, de ojos azules y cabello sedoso y oscuro con un peinado que tenía el mismo estilo desde que lo conocí; un estilo libro abierto que caía sobre ambos lados de su frente y hacía resaltar su mandíbula marcada y sus delgados labios de un color muy parecido al salmón. Aquel chico altamente atractivo que me privilegiaba al tenerlo como mi mejor amigo.

-Ahí estás. –Mencionó al verme sentada en una silla frente a mi escritorio, moldeando un poco de plastilina con las manos. En una de las muchas visitas de Alma, me había comentado que moldear plastilina es una forma eficaz de mejorar mis sentidos, y así adaptarme. Sonaba lógico, pero no me atrevía a realizar una escultura o cualquier tipo de figura, lo hacía más para entretenerme, pues me encantaba la sensación al estrujar la plastilina entre mis dedos. Y siendo totalmente objetiva, si no era una artista cuando podía ver, menos sería capaz de poder realizar algo si no podía ver lo que hacía.

-Hola tonto. –Sonreí contenta al escucharlo acercarse. Disfrutaba mucho de su compañía, sus comentarios desatinados y su sinceridad en extremo. Alex era de esas personas que no dudan en decirte la verdad cuando tienen la oportunidad, un chico sin filtros que tiene enumerados todos los defectos que carga, y no necesita que nadie se los recuerde.

-Hola… –Me respondió en un tono desanimado, casi como con dificultad al hablar, por lo cual fruncí el ceño en son de preocupación. Un segundo después escuché el sonido de las sábanas de mi cama estremecerse al sentarse allí.

- ¿Pasa algo? –Le pregunté girándome en mi asiento, insólita por su tono y por lo que me hacía sentir sólo con ello.

- ¿Por qué piensas que me pasa algo? –Cuestionó intentando cambiar el tono de su voz por uno parecido al que habitualmente usaba y que reconocería a kilómetros de distancia. 

-Tal vez no pueda ver tu rostro, pero te conozco tanto como para saber cuándo no estás bien. Y a juzgar por tu tono de voz, claramente no estás bien. –Sonreí un poco y extendí mi mano para encontrar la suya, hasta que la toqué–. ¿Entonces?

-Esto es ridículo. –Rio con una suave carcajada, y seguramente sus ojos brillaron al hacerlo. Era una de las cosas que me encantaban de él, y una de las cosas que más extrañaría volver a ver, por supuesto.

  -Solo dilo… –Moví sus manos con una ligera brusquedad, en son de reproche.

- ¿Decir qué? –Preguntó haciéndose el malentendido.

- ¿Sabes qué? Olvídalo. –Le espeté soltando sus manos para luego voltearme hacia el escritorio. Me mantuve en silencio, continuando con lo que le hacía a la plastilina, pero exagerando mis movimientos para intentar dramatizar. Una táctica para hacerlo arrepentirse de interrumpir el momento. Ridículo, pero eficaz.

-Lo siento. –Dijo al cabo de un segundo, con un tono divertido. No le respondí–. Sofi, ya sabes que no soy sentimental… No es mi estilo. –Tenía razón, y ciertamente, odiaba esa parte de él porque lo había llevado a volverse una persona fría al reprochar muchos de sus sentimientos. Tenía mucho que decir, pero escasas ganas de hacerlo, pues pensaba que los sentimientos solo son una molestia. Como hace nueve años, cuando se enteró que su papá había huido con su amante; jugábamos en su casa cuando escuchamos a su madre llorar mientras hablaba por teléfono, nos acercamos escondidos y logramos escuchar la noticia. Yo estaba en shock y ni siquiera era mi familia, pero él, muy sacado de la pena se volvió hacia mí y me dijo “Volvamos a jugar” con una sonrisa serena que me resultaba inquietante. No tardé en preguntarle si estaba bien, pero él me respondió lo más relajado posible: “Los sentimientos solo son una molestia… No pienso cargar con un dolor que me atormentará por siempre. Prefiero reprochar mis sentimientos y seguir hacia delante”. Aquel momento fue el más significativo de su comportamiento, y también el que más me sorprendió y marcó, pues gracias a ello, con el tiempo aprendí a reprochar la pena que sentía por la muerte de mi hermano, solo que de manera diferente. No viéndolo como algo malo, sino como una superación.

Escuché el sonido de las sábanas cuando se levantó de la cama, y lo sentí cuando estuve de pie junto a mí. No me tocaba, ni hacía ruido, a excepción del sonido de su respiración que la podía escuchar con claridad, mucho más de lo que normalmente debía. 

-Sólo llévame al parque a comer un helado. ¿Puedes? –Sonreí avergonzada ante el hecho de que no tendría caso seguir intentando ingresar a sus emociones.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.