Lo que los ojos no ven

Capítulo 32.

CAPÍTULO 32

“HUGO”

22 de Diciembre, 2016.

Pasaron casi dos semanas desde la muerte de papá y lo único que mi cabeza pensaba era en eso. No me importaba nada más. Ni siquiera me importaba lo muy cerca que estaban las fiestas navideñas, pues desde mi punto de vista no había una familia con la cual pasar las fiestas.

Durante los días que pasaron, lo único que me mantenía cuerdo y más cerca al recuerdo de papá era la música. Aprovechaba cada momento en tocar alguna canción en el piano, ni siquiera me importaba que a mamá le enojara o le disgustara que lo hiciera, simplemente quería sentirme lleno. 

Fueron exactamente diez días desde su partida y cada día que pasó se sintió igual de agotador que el anterior y a pesar de ello, quería creer que en algún momento dejaría de doler tanto, pero la realidad era que no sería humano si no sintiera la ausencia de alguien que ya no está. Y fue entonces cuando comprendí que la ausencia de un ser querido no duele más el día que se fue, o el día de su cumpleaños o cualquier otra celebración; duele más en un día cualquiera, en el que sin pensarlo sientes su ausencia al necesitar un abrazo, un consejo, o la nostalgia de escuchar algo tan simple como un sonido emitido por esa persona.

Lo que más extrañaba de él era su música, y mi lado más masoquista me sentenciaba a intentar replicar aquello que tanto extrañaba de él.

Tocaba el piano una vez más en el salón especialmente hecho para él. Aquel en el que practicaba cada que podía y en el que pasé los mejores momentos con papá.

-Hugo, por Dios. -Sentenció la voz de mi madre desde las escaleras, dando rotundos sonidos con sus tacones en el suelo.

No respondí, preferí cerrar los ojos y concentrarme en la melodía que estaba tocando, con la esperanza de que se diera por vencida y se alejara.

-Hugo, ¿puedes parar ya? Has estado ahí mucho tiempo, y me está empezando a dar dolor de cabeza. -Escuché su voz más cerca de mí, pero hice caso omiso-. Te estoy hablando.

-Si te escuché. -Espeté sin abrir los ojos.

-Por lo menos ten la decencia de mirarme a los ojos. -Sentenció con un tono duro.

Entonces abrí los ojos ligeramente humedecidos y la observé desafiante.

-Te escuché. Déjame tocar unos minutos más. -Y volví a cerrar los ojos continuando con la melodía.

-Okay, me cansé de tu actitud. -Espetó y se acercó, tomando mis manos y quitándose con brusquedad para luego cerrar el piano con fuerza

-Eh, ¿qué haces? Lo estoy tocando. 

-Te pedí que dejaras de hacerlo. 

-Y yo te pedí que me dejaras continuar un poco más. -Me defendí

-No puedo. Ya me cansé de escucharte todos los días, durante horas. Me duele la cabeza de tanto escuchar ese maldito piano.

- ¡Ya fue suficiente! -Enfurecí-. Te la has pasado jactándote que papá se merecía lo que le pasó, sintiendo indiferencia con su malestar y… -Intenté terminar, pero el repentino golpe de la palma de mi madre con mi cara, me detuvo en seco.

- ¡No tienes ni idea de lo que pasó! -Enfureció, casi sacando chispas con su mirada.

Llevé mi mano hacia mi mejilla, que ardía por la bofetada, pero no tanto como el dolor que sentía dentro.

-Eso ya lo sé. -Musité enojado, sin poder mirarla a los ojos-. Todos estos años, y en especial las últimas semanas de papá, nunca ha siquiera pensado en contarme lo de su enfermedad. He vivido en la ignorancia, y al único que vi sufrir es a papá, por eso él es el único por el que puedo sentir compasión. O bueno, lo sentía.

-Estoy harta de que lo veas como un santo que no rompía ni un plato, como un buen ejemplo a seguir. ¿Quieres saber la verdad? Bien, esta es la verdad. ¡Tú padre tenía sida! 

- ¿Qué? -De pronto, todo el dolor físico que sentía se volvió insignificante. Estaba ahí, pero pasaba casi imperceptible ante aquella verdad.

-Tal como lo escuchas. ¡Se contagió gracias a uno de los músicos que conoció en una de sus estúpidas salidas!

- ¿De qué hablas? -Cuestioné exhausto al sentir mi respiración irse. 

-Tu padre se acostó con uno de los músicos que conoció. Quién sabe cuántas veces lo hicieron para terminar contagiándose.

-No, estás mintiendo. Tu no… -Mis oídos zumbaron y sentí desvanecer. No podía creerlo. 

-¡Él era gay! ¡Y por su imprudencia se contagió de sida! 

-¡Basta! ¡Estás mintiendo! -Espeté.

Mis ojos se humedecieron profundamente y mis piernas flaquearon. Todo mi cuerpo temblaba y por un momento sentí que caía al suelo, pero debió de haber sido solo mi imaginación, porque no me había movido para nada. Mi cuerpo estaba en una especie de trance en el que solo presionaba el puño con furia, mientras cada músculo de mi cuerpo temblaba cual gelatina.

-Esa es la verdad. Y si no te lo dijo es porque tal vez sentía vergüenza. 

Por unos minutos callé, dirigí mi mirada perdida hacia el suelo, intentando procesar todo. 

Todo tenía sentido y al mismo tiempo parecía una estupidez. 

Mi cabeza daba vueltas y lo único que podía pensar era en papá. En lo que debió de haber pasado. En lo infeliz que debió haber sido, fingiendo ser algo que no era. Lejos de sentirme furioso con él, me sentí triste porque había vivido una vida que tal vez ni siquiera quería vivir. Sentí unas inmensas ganas de llorar. Solo podía pensar en la presión que debía haber sentido cada día de su vida, y lo culpable que se debió haber sentido por el error que cometió.

Entonces encontré fuerzas y pude levantar la mirada, en un alarde de valentía que parecía aumentar a cada segundo que lo pensaba.

-Él pudo haber cometido un error que le costó la vida, pero jamás fue un mal padre. Jamás. -Le espeté mirando a mi madre fijamente a los ojos. 

Nuestras miradas chocaron. Colisionaron y sacaron chispas por un momento. Mi madre, desconcertada por una razón que solo ella sabía, se quedó en silencio y solo me dijo algo.




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