Lo Que Nadie Sabe De Ti

7: Siempre sonriendo

 

Terminamos de comer hace una hora, la comida sin duda estaba deliciosa. Ninguna hamburguesa o pizza se compara a la comida casera preparada con ingredientes frescos y aceite no reutilizado millones de veces.

Mi cabello aún estaba húmedo. Tuve que recogerlo para que no se esponjara de una forma exagerada, como suele suceder cuando me dejo secar el cabello al aire.

Mi abuelo no parecía querer irse aun, él y el señor Bradford aún tenían miles de cosas por compartirse, se notaba que podían pasar horas hablando sin parar.

Hugo fue a dejar a Leonor a su clase de verano y Samantha avisó que iría a recostarse un rato.

Samantha es maestra de secundaría, aunque si tiene cosas por hacer también tiene el verano libre. Trabaja un poco por las mañanas y en cada rato libre, se encarga de la casa y su familia.

No conozco a Samantha realmente y he pasado más tiempo con su hijo que cerca de ella pero se nota que está muy interesada en su familia. En cada uno de sus hijos.

Se nota que a todos los quiere de la manera que una madre debería hacerlo.

Esta familia es básicamente el estereotipo de la familia perfecta. Todos se quieren, todo parece estar bien ente ellos y siempre lucen felices.

Únicamente falta una mascota para que luzcan como las fotografías genéricas en los marcos que venden en la tienda departamental.

Ahora estaba sentada al lado de Anthony en las escaleras de madera de su pórtico. Creo que he pasado más tiempo en esta casa que en la que se supone es la mía.

Cuando fui a cambiarme fue extraño verla vacía, como si estuviera entrando a otra dimensión.

Sí, me divertí jugando con los globos pero me recordé que todo eso fue un momento temporal y ese tipo de momentos no se repetirán constantemente. Fue solo un buen rato, suelen pasar ocasionalmente pero no debería si quiera pensar que habrá más.

No los hay.

—Entonces, dime algo de ti —dice Anthony, rascando su rodilla.

Estiro mis piernas. —Ya te dije que no hay nada que contar, no insistas.

Supongo que podría hablarle sobre esas cosas que nunca he dicho en voz alta, las que mantengo encadenadas en mi mente pero no lo haré. Nunca lo haré.

—Claro que sí —sonríe, moviéndose un poco para verme de lado—. Cuéntame, ¿Creías en Santa Claus o no?

Resoplo, Anthony hace las preguntas más raras. —No, nunca lo hice, ¿Y tú?

Desde muy pequeña aprendí a no creer en la magia, la fantasía en todas esas cosas que no son más que ilusiones humanas.

Asiente lentamente, parece que está un poco avergonzado. —Claro que sí, mi abuelo solía disfrazarse y todo, era divertido. Aquí no nieva todos los inviernos pero él siempre dejaba espuma blanca para que pareciera nieve de Santa.

— ¿A qué edad te diste cuenta del fraude? —pregunto, imaginándome al señor Bradford disfrazado de Santa.

Suelta una carcajada. —Búrlate, pero fue hasta lo once —hace una mueca—, ya sé, ya no era un niño pequeño.

Sonrío pero volteo la cara hacia un lado cuando una motocicleta de comida rápida pasa frente a las casas. —Tienes alma de niño —la veo alejarse, parece que es de algún restaurante de comida china—. Aunque a veces hablas y dices cosas que suenan como de alguien de noventa años, tienes una mezcla de todo.

Él estira sus piernas. —Supongo que es un alago, muchas gracias. Estoy memorizando todo lo bueno que me dices, hasta ahora me has llamado interesante, alma de niño y anciano, guapo, inteligente.

—Nunca dije que fueras guapo —entrecierro mis ojos—. Y no sé qué tan inteligente eres.

Levanta dos dedos de cada mano. —Dos más dos, cuatro —aplaude—. Un genio, ¿no lo crees?

Ahora sí, ya no puedo evitarlo y suelto una carcajada. Es su culpa, dice muchas cosas tontas sin pensarlo. Me cubro la boca y respiro profundo, exhalando despacio.

— ¿Te estás riendo? —Se quita las gafas para agregarle dramatismo—. ¿Es enserio? Vaya, incluso tu risa es bonita.

Me llevo la mano a la frente y pongo los ojos en blanco. —Deja de decir esas cosas.

— ¿No crees que tu risa es bonita? —me pregunta volviendo a colocarse sus gafas.

—Es una risa común —y no me gusta mucho reírme, mi voz se hace aguda.

—No —replica—. Es bonita, deberías reír más.

Ruedo los ojos de nuevo. —Bien Romeo, ya me voy si sigues con tus cosas cursis —comienzo a levantarme y él se pone de pie rápidamente para colocarse frente a mí.

—Espera —levanta ambas manos—. Ya, me callo.

Veo a Anthony por unos segundos, lo veo realmente y me hace cuestionarme ¿Por qué le hago caso? ¿Por qué simplemente no me levanto y me voy? ¿Por qué quiero quedarme y escuchar sus preguntas raras?  

Vuelvo a sentarme y él también, esta vez hemos quedado más cerca pero no siento la necesidad de apartarme. —Romeo, ¿Crees en los extraterrestres?

Él se ríe por llamarlo de esa forma. Señala mi camiseta azul marino que dice “Vengan aliens y llévenme lejos de los humanos” —Supongo que tú sí.

Asiento, por eso me gustó esa camiseta. — ¿Cómo no creer en ellos? —miro hacia la nube grande que está sobre nosotros—. Somos una pequeña semilla en el universo, deben de haber otras semillas por ahí.

—Semillas —repite, elevando la mirada—. Quizás en otro universo hay extraterrestres viendo hacia arriba, preguntándose si existe vida en otra galaxia.

De nuevo, sonrío sin poder evitarlo.

—Entonces, ¿sí crees? —pregunto, volteando mi rostro para verlo.

Infla una mejilla con aire y asiente. — ¿Sabes? Alguien dijo que hay dos posibilidades, que existan o no existan. Eso no nos dice nada y nos dice todo al mismo tiempo.

Por eso digo que suena como alguien de noventa años, eso suena como algo que mi profesor de filosofía diría. —Entonces no crees —concluyo.

Se vuelve a subir las gafas. —Sí creo, que sean verdes o grises con ojos negros es poco probable. Podrían ser microscópicos o ser tan grandes que para ellos el planeta tierra no es más que una partícula en su mundo, si es que se le puede llamar así.




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