Lo Que Nadie Sabe De Ti

69: Lo que nadie sabe de mí

 

 

Hace mucho, mucho tiempo conocí a un chico.

Ese chico rápidamente se convirtió en mi amigo y luego, en mi mejor amigo. Eran otros tiempos, unos más sencillos donde el mejor plan para divertirse era simplemente pasearse por los lugares abandonados y vacíos.

El verano parecía ser siempre un poco más brillante que otras temporadas. Nos gustaba ir por ahí, encontrar cualquier cosa que nos pudiera servir para utilizar nuestra imaginación, tal vez un par de ramas para construir un fuerte y jugar por horas sobre la guerra, sin saber que pocos años después nos veríamos alistándonos en el ejército.

Y aunque la vida era simple, algo en mi interior no lo era.

Cuando ese chico y yo empezamos a crecer, dejó de ser simplemente un amigo más. Era confuso para mí verlo y no querer dejar de hacerlo, pero no sabía qué motivo me llevaba a tal acción.

Quizás eran sus pecas esparcidas por su rostro, tal vez era su diente torcido que me parecía un tanto gracioso o tal vez, sus ojos. Era la manera en que su voz decía mi nombre y como rodeaba mis hombros con su brazo, que hacía que mi corazón se agitara más de lo común.

Tenerlo cerca no era extraño para mí, después de todo siempre fuimos un poco brutos para jugar y nos empujábamos o nos ayudábamos a  cruzar ríos tomados de las manos, pero cada día, se estaba convirtiendo en algo distinto.

Ese chico dejó de ser un niño, como yo y ahora, estábamos en esa edad donde nuestros compañeros de la escuela salían a citas con sus chicas y las chicas se perfumaban para esos chicos.

Pero a mí no me interesaba alguna chica, solo él.

Sabía que estaba mal, en especial porque en aquellos días las cosas realmente no eran tan simples. Había mucho odio en el corazón de los que le temían a lo desconocido. Había temas de los que no se hablaban y si se hablaba de ello, era solo con insultos y denigraciones.

Fue así, de las mismas palabras de mis tíos y padre que aprendí que ser como yo, no estaba nada bien.

— ¿Qué piensas de Susana? —me preguntó mi amigo, mientras compartíamos una mandarina a orillas del rio.

Vi al cielo, las nubes ya se habían despedido y solo nos dejaron su escenario, una tela azul que se extendía por la infinidad. —No sé qué tengo que pensar de Susana.

—Creo que le gusto —confesó.

No estaba sorprendido, mi amigo era muy guapo. Alto, fuerte y con ese porte imponente pero noble al mismo tiempo, supongo que sin duda era una combinación perfecta.

—Entonces, ¿te gusta? —le pregunté.

Soltó una risa mientras masticaba. —Susana es linda, ¿no es así? pero no sé si es la indicada.

Vi hacia el rio, agradeciendo silenciosamente de no tener que comportar a mi amigo con nadie todavía.

Y sabía que no podía ser por siempre. Algún día, él encontraría a una chica y se casarían, algún día yo tendría que hacer lo mismo. En este mundo o juegas como se supone o te expulsan y prefiero no ser expulsado.

De pronto mi amigo cerró los ojos y empezó a cantar una canción que era popular en la radio, solíamos escucharla siempre que pasábamos por la tienda del centro, esa donde tienen varios aparatos que mis padres no pueden costearse.

Cerré los ojos también y me imaginé los instrumentos que le faltaban a su versión acapella, él cantaba y yo movía mis pies a ritmo de la música imaginaria.

Abrí los ojos cuando sentí que se movía, él se había levantado en la parte donde una guitarra tendría que estar sonando pero en lugar de eso, era su voz tarareando lo más parecido posible.

Comenzó a mover su delgado cuerpo de un lado al otro y aplaudir, bailando como si el mundo no existiera y estuviera viviendo su último día.

Se inclinó y tiró de mi camiseta para que me pusiera de pie también, lo hice y él comenzó a bailar alrededor de mí, cantando desentonado y fingiendo que llevaba una guitarra en sus manos.

Se detuvo frente a mí y cantaba, señalando mi rostro.

“El día se acaba y yo solo deseo que tú no te vayas”

Cantó, viéndome a los ojos.

Tragué saliva, sabiendo que no podía sentir nada más que diversión.

Pero él dejó de cantar, bajó la mano y se mantuvo frente a mí. Sus ojos me veían y yo a los de ellos.

—Sin duda tienes unos ojos interesantes —afirmó.

Lamí mis labios. —Y tú estás lleno de pecas.

Acercó su rostro. — ¿Cuántas tengo? Vamos, cuéntalas.

Mi amigo olía a mandarinas y a brisa de verano, a todos esos recuerdos a su lado mientras nuestras familias peleaban encerrados en pequeñas casas que un día dejaríamos, él olía a lo más cerca que estaría de enamorarme.

—Muchas —respondí, bajando la mirada.

Pero él se acercó un poco más. — ¿Por qué no me miras?

Subí la mirada. —Porque tengo miedo —contesté, sinceramente.

Él solo me observó, en silencio, luego sus ojos se fueron a mis labios y de regreso a mis ojos. Nuestra comunicación no era con palabras, no eran necesaria.

Eleve la cabeza.

Él me tomó de los costados de mi cara y se acercó, rompiendo la distancia que el mundo nos había impuesto. Se acercó y me demostró que nada de esto estaba mal o era una vergüenza, como habíamos escuchado, sino que era el mejor sentimiento de todos.

Coloqué mis manos en su cintura y lo acerqué mucho más, dejando en el rio todos mis miedos.

Nos separamos y me observó, casi esperando que lo empujara pero hice todo lo contrario, me acerqué de nuevo y lo besé.

Lo besé por primera vez en ese rio y lo besaría muchas más veces ahí mismo.

Fuera de nuestro pequeño espacio, éramos solo amigos. Le hablábamos a nuestros otros amigos de chicas, ellas nos sonreían y nosotros les sonreíamos, les saludábamos con un guiño y nos lanzaban besos.

Pero en el silencio, en la soledad, éramos solo él y yo.

Nuestra historia siguió incluso en el ejército y todo iba bien, hasta que alguien nos descubrió y nos amenazó de contárselo a todos. Alguien que tenía un cargo no tan importante.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.