Lo que no conoces de mí.

Capítulo 4.

Ryan.

Levábamos entre diez y quince minutos en el auto, aparcados justo frente a la casa de Rachel. Mi padre parecía un niño que no quería asistir a su cita con el dentista. Le di un ligero codazo amistoso para llamar su atención. Faltaban cinco minutos para las siete treinta, que era la hora en la que habíamos quedado con aquella mujer.

Papá despertó de su aislamiento, moviendo la mirada frenéticamente de un lado a otro, como si no tuviese la más mínima idea de donde nos encontrábamos, y más importante aún, que estábamos a punto de hacer.

—¿Papá? —comenzaba a asustarme. Nunca lo había visto así de nervioso.

Él me miró e inmediatamente cambió su expresión por una de disculpa y culpabilidad.

—Lo siento Ry, sé que debo parecer un completo tonto ahora, un adolescente atolondrado que está a punto de ir a su primera cita con su chica.

Solté una carcajada.

—Está bien —le giñé un ojo y suspirando me encogí de hombros—. Sólo relájate —miré mi reloj—. Deberíamos bajar ya, no hay que llegar tarde.

—Tienes razón, la puntualidad habla mucho de quienes somos y… —carraspeé interrumpiéndolo sin preámbulos. Estaba a punto de comenzar uno de sus sermones, así que debía cortarlo por su bien. Al menos si quería llegar a tiempo.

Me regaló nuevamente una sonrisa de disculpa, acto seguido bajamos juntos de auto, y nos encaminamos directo a la entrada.

Era una casa bastante bonita. Tenía un porche magnifico, rodeado de columnas de mármol blanco que sostenían la planta alta de la construcción.

Era elegante, un poco pequeña, pero considerando que solo la habitaban dos personas, perfecta.

Dejé que mi padre se adelantara, él es el prometido, no yo, pensé. Acomodó su chaqueta, y soltando un largo suspiro tocó el timbre.

Los segundos que la puerta tardó en ser abierta fueron de los más largos y ansiosos que hubiese vivido en los últimos años. Y eso era decir mucho. Al abrirse la puerta y dejar al descubierto a la autora del acto, no cabía en mi asombro, en mi mente solo se oía: ¡Bien hecho papá!

Él no había exagerado ni un poco. Rachel era indudablemente una mujer hermosa, con esos ojos como el cielo, y un cabello de un tono rojizo que lo hacía parecer de cuento de hadas. Su rostro tenía una forma alargada y angulosa, complementado por una nariz y unos labios ligeramente desproporcionados, pero que no desentonaban con el resto de sus facciones. Tenía un cuerpo para morirse, no me extrañaba que mi padre estuviera loco por ella. ¿Quién no?

—Hola cariño —saludó mi padre, dándole un beso en la mejilla y mirándola con devoción.

Ella lo miró con ojos soñadores, ruborizándose notoriamente.

—Pasen por favor, siéntanse en su casa —ella dijo con una voz que denotaba dulzura.

Ambos nos miramos nerviosamente asintiendo. Rachel se hizo a un lado para dejarnos pasar cómodamente a un recibidor que tenía un estilo más bien bohemio y soñador. El suelo estaba recubierto con madera oscura, dándole al espacio una sensación de comodidad y paz. Los muros tenían encima un tapiz color menta, con pequeñas pero detalladas siluetas de flores y ramas negras. Del plafón color beige, colgaban dos enormes lámparas de terminado moderno que le daban a la habitación un toque de rebeldía. Todos los muebles tenían acabados en colores blanco, negro y caoba, que misteriosamente combinaban a la perfección con todo el espacio sin desentonar siquiera un poco.

Mi padre giró abruptamente, e hizo ademán de entablar conversación.

—Te presento a mi querido hijo, Ryan —dijo volteando a verme, haciendo un gesto casi imperceptible que me indicaba que debía presentarme por mí mismo.

Me quedé helado. ¿Qué se suponía que debía decirle?

—Un gusto conocerla —murmuré patéticamente. Sonreí para remediarlo pateándome interiormente. ¿Un gusto conocerla? ¿En serio era lo mejor que se me había ocurrido decir?

Rachel parecía estar evaluando mis palabras, cuando de la nada apareció una enorme sonrisa en su rostro, que sin duda alguna no era fingida. Caminó hacia mí con paso sereno, y acercándose como si nada, me dio un beso en cada una de mis mejillas.

Los colores subieron inmediatamente a mi rostro. Me había pillado completamente desprevenido. Entonces escuché la carcajada burlona de mi padre, quien me miraba divertido, al darse cuenta de que estaba muriéndome de vergüenza. Le miré acusatoriamente, dejándole por sentado que me la pagaría.




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