Lo que no conoces de mí.

Capítulo 17.

Ever.

El ruido del coche de Ryan al avanzar me tenía completamente entumida. Él conducía—muy a mi pesar—como una persona bastante decente de hecho. Él había estado todo el camino en completo silencio, y la verdad yo lo prefería de esa manera, puesto que cuando abría la boca todo tendía a irse al infierno.

Las calles por las que conducía no se me hacían nada conocidas. Estaba comenzando a pensar que tal vez quería jugarme una broma pesada, cuando se detuvo en medio de la nada en una carretera rodeada de enormes árboles y plantas.

El corazón empezó a latirme como loco, las manos me sudaban y mi labio inferior temblaba ligeramente.

—¿Ryan? —pregunté con voz firme a pesar de mi deplorado estado interior—. ¿Qué hacemos aquí?

Él no me respondió. Solo miraba fijamente por el parabrisas y apretando la mandíbula.

—¿Ryan? —en esa ocasión, mi voz si sonó temblorosa.

Él se giró al notarlo y clavo sus penetrantes y curiosos ojos verdes en mí. Había una infinidad de contradicciones en cada uno de sus gestos… lucía como estuviese a punto de hacer algo muy malo.

—Lo siento —dijo apartando la vista.

—¿Por qué? —pregunté confundida.

—Por lo que te hice en la fiesta —hizo una pausa como buscando las palabras correctas para seguir hablando—. Por provocarte todo el rato, por burlarme de ti, por haberte abandonado aquel día en la escuela… Por todo.

Recordé que una vez cuando era niña rodé por las escaleras de la casa de mis abuelos. Santi—mi hermano—y yo estábamos jugando en los largos pasillos de la casa señorial a la que tanto nos gustaba ir, los pisos acababan de ser pulidos, pero no nos importaba. Corríamos y nos dejábamos derrapar hasta chocar con las paredes a ambos extremos del pasillo.

Papá y mamá ya nos habían dicho que era peligroso jugar de esa manera, pero siendo niños, no le tomamos importancia. Hasta que algo salió muy mal. Santi salió disparado al mismo tiempo que yo, cuando en realidad debía de esperar hasta que yo llegara al otro lado con él. En ese entonces él era muy pequeño—quiero decir, apenas y sabía leer—por lo que si me estampaba con él, podría haberle roto algo. Presa del pánico, me desvié violentamente sin darme cuenta de que en realidad me dirigía hacia las largas escaleras.

Sentí cada borde rebotando en mis costados, en mi cara, por todos lados, y cuando finalmente llegué al piso inferior, me quedé sin nada de aire en los pulmones. Sentía que algo estaba sobre mi garganta obstruyendo cualquier paso de oxígeno a mi sistema. Estaba en completo estado de shock.

Justo como en ese momento en el auto de Ryan. Lo miré con la boca abierta y los ojos desorbitados.  

¿Pero qué mierda?

Cerré la boca de golpe y rehuí su mirada. Era como si mis labios hubiesen sido pegados con litros y litros de resistol.

—¿Eso es todo? —Ryan rompió el incómodo silencio que nos rodeaba—. ¿Sólo te quedarás allí sin decir nada?

Me concentré en el entorno intentando reordenar mi cabeza. Simplemente no podía creerlo.

A mi lado, Ryan resopló y arrancó el auto en medio de un gruñido. Una punzada de culpabilidad se despertó en el centro de mi estómago provocándome miles de nudos y revoloteos. El camino a casa se me antojó realmente eterno, y casi me sentí aliviada cuando al fin Ryan aparcó en la entrada.

Casi.

La atmosfera dentro del auto estaba tan tensa que creí que los cristales de las ventanas se romperían. Ryan no me había mirado en todo el trayecto ni una vez, y por alguna estúpida razón, aquel detalle me molestó muchísimo.

Con un suspiro, quitó la llave del contacto y salió del auto dando un portazo. Lo imité y con timidez lo detuve tocándolo ligeramente en su mano con la punta de mis dedos. Por un segundo, temí que me alejara y se fuera, pero no lo hizo.

—Esto, Ryan —vacilé con las palabras en la punta de mi lengua—. Realmente aprecio lo que hiciste en el auto hace un rato —alcé los ojos para encontrarme con unas esmeraldas brillantes tan cerca que no sabía cómo diablos no lo había sentido acercarse.

Sobresaltándome sentí como los largos dedos de Ryan rodeaban los míos y los apretaban con ligereza. El rubor me invadió de pies a cabeza.

—Yo sólo… —balbuceé torpemente cuando él puso su mano libre sobre mi mejilla y la acarició con suavidad—. Yo… no sabía que decir.




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