Lo que no conoces de mí.

Capítulo 19.

Ever.

Quizá exageraba, pero sentí que el aire abandonaba mis pulmones. Ellos lucían tan diferentes de cuando me fui, que me costó trabajo aceptar que eran las mismas personas.

Mamá llevaba su cabello más largo de lo que nunca lo había llevado. Del mismo tono almendra del mío, rozando su cintura con delicadeza. Se veía mayor, con arrugas a los lados de sus ojos y de sus labios al sonreírme.

No recordaba que Santiago fuera tan alto y apuesto, pero Jesús, era difícil ver que éramos hermanos. Nunca habían estado presentes suficientes semejanzas entre nosotros. Y en aquel tiempo, yo no estaba precisamente en mi mejor forma.

Y papá. ¡Oh, dulce cielo! No recordaba una ocasión en la que deseara abrazarle con más fervor. Sus cálidos ojos miel se empañaron al verme, y tuve que hacer uso de todo mi autocontrol para no correr a sus brazos.

Hice una rápida ojeada a mi propio estado mental, y supe que estaba a punto de perder la calma. No me había dado cuenta de lo mucho que extrañaba a mi familia. De lo mucho que deseaba volver a su lado.

Y si, de lo mucho que me odiaba a mí misma por ser tan débil. Me quedé estática sin atreverme a trabar la mirada con alguno de mis acompañantes, sin saber qué hacer con mi cuerpo o con mis emociones.

Lo único que deseaba era desaparecer. Quedarme dormida y no despertar nunca.

Algo tibio tocó mi mano, y estuve a punto de arrebatar furiosamente mi brazo cuando me di la vuelta y me encontré a Rachel con la mirada nublada y preocupada. El azul de sus ojos era increíblemente reconfortante y extrañamente cálido.

Me dio un cariñoso apretón, y todo el miedo que sentía se duplicó. Sabía que estaba exagerando, pero su toque era demasiado para mí. Tan familiar, que por un momento dejé de verla a ella, y en su lugar, papá era quien me sostenía.

Sin ser brusca, me alejé de su contacto y traté de sonreírle tímidamente. Ella no se lo creyó, por supuesto.

—¿Todo bien? —preguntó.

Asentí sin atreverme a abrir la boca. Devolví mis ojos al frente, y me sorprendí de ver a mi familia a la misma distancia.

Ellos no eran así en absoluto. Al contrario, su impulsividad era uno de los motivos de mi huida. Mi máscara estaba blindada en su lugar, negándose a caer y destruir todo a su paso. Mis músculos rígidos, pero a la vez temblorosos como gelatina me suplicaban por hacer algo para aliviar la tensión. No obstante, me quedé en mi lugar tan asustada de echarlo todo a perder, que fue Rachel quien tuvo que incitarme para avanzar camino a mis padres.

Mis pies se movieron solos, sin seguir las órdenes de mi cerebro que les indicaba quedarse quietos.

Cuando nos detuvimos, sentía que el corazón, los pulmones, el hígado y absolutamente todo lo que tenía dentro se me saldría por la boca.

—Ever —la voz de mamá que siempre evocaba no le hacía ni un poco de justicia. Era seria y tan tranquila que sentí que me derretía.

—Hola mamá —respondí..

La miré directo a los ojos con toda la indiferencia de la que fui capaz. Ella lucía pasmada y muy decepcionada. Sus ojos se empañaron ligeramente, y casi esperé que se pusiera en plan histérico. Pero no lo hizo. Se limitó a apretar la boca y a mirar hacia arriba, como cuando uno intenta con todas sus fuerzas no llorar. Cuando al fin bajó sus ojos, era la misma mujer que yo recordaba. Fuerte, orgullosa e impenetrable.

Estaba tan concentrada en mantener el control, que no noté cuando Santi se acercó a mí y me haló en sus brazos. Mi postura de piedra debió alarmarlo, puesto que casi de inmediato me soltó y murmuró algo que no alcancé a entender del todo.

—Lo siento —musitó con la cabeza inclinada al suelo y los ojos hundidos y oscuros—. Es solo que te he echado muchísimo de menos.

Y allí estaba. Mi instinto sobreprotector—rompe—traseros de hermana mayor me embriagó por completo.

Titubeante y haciendo una muy mala demostración de tranquilidad, puse mi mano cuidadosamente en su mejilla. Al sentir mi toque, alzó su precioso rostro hacia mí y me regaló la más hermosa sonrisa que me habían dedicado en toda mi vida.

Colocó su enorme—cuando digo enorme, quiero decir, real, realmente enorme—mano sobre la mía. Con él todo era distinto. Jamás  me había obligado a hacer nada que no quisiera. Siempre estuvo de mi lado, cuidándome y dándome apoyo de la forma en la que yo valoraba.

—Y yo a ti —gesticulé con los labios para que solo él pudiera entenderme.




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