Ever.
Una vez leí un cuento, un cuento aterrador que no me dejó dormir por semanas. Las cosas allí descritas me dejaron la piel de gallina y la mente totalmente angustiada.
Lo que ahora sentía era mucho, mucho peor.
Cuando salí de la casa de Rachel hecha un maldito desastre, sabía que no podía volver hasta haberme recompuesto. Si es que llegaba a poder hacerlo. No tenía un lugar al cual ir, pero sabía que de ser necesario dormiría en la calle. No importaba realmente, en cuanto no implicara ver a Rachel y a su familia, para mí estaba bien.
Caminé, sintiendo las lágrimas resbalar por mis mejillas. Caminé, sin importar que mi pecho se estuviera partiendo de dolor.
Tal vez fue puro instinto, pero cuando me di cuenta me encontraba ante la entrada de la casa de Anabelle. Dudé un poco antes de tocar, pero no tenía muchas opciones.
Ella abrió la puerta, luciendo tan fresca y tierna como siempre.
—¡Ever! —me saludó con una sonrisa entusiasta—. ¿Qué haces aquí? No me habré olvidado de que quedamos. ¿O sí? Bueno, no importa, podemos preparar unas palomitas y ver películas ridículas toda la tar...
Entonces ella me observó. Ojos hinchados, mirada triste y perdida. El dolor escrito en mi rostro.
—¿Ever?
Me eché a llorar sin poder evitarlo.
Anabelle me miró con confusión, pero casi de inmediato me encerró en un abrazo que yo jamás creí necesitar.
Pero lo hacía.
Sus brazos me rodeaban con firmeza, y yo la imité. Me aferré a ella como nunca antes había hecho con alguien más. Estaba aterrada de mí misma. Aterrada de estar condenada a un destino regido por el dolor de mi pasado, pero allí mismo, con Anabelle sosteniéndome, podía olvidarlo por unos segundos.
—Tranquila —ella susurraba mientras me acariciaba el cabello—. Estoy aquí Ev, no pasa nada.
Quise contarle todo, de verdad que sí, pero sabía que arrastrarla a mis problemas era la cosa más egoísta que podía hacer. Así que cerré la boca, limitándome a llorar todo lo que no había llorado en todos esos meses.
Cuando estuve lo suficientemente calmada como para dejar de temblar, me separé de ella.
Anabelle me miró fijamente a la cara, recorrió mis facciones con una cuidadosa lentitud, analizándome. Pude ver sus ojos llenos de preocupación, de preguntas a las que yo no podía dar respuesta.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó.
Asentí, sorprendiéndome un poco al saber que no estaba mintiéndole—. Lo siento Belle, yo solo... no tenía a donde más ir.
—Ni siquiera lo pienses —ella me tomó de la mano y me dio un suave apretón—. No hay nada de que disculparse Ev, puedes estar segura de que siempre voy a estar para ti.
Asentí apenas perceptiblemente empezando a sentirme realmente avergonzada—. ¿Crees...que pueda quedarme aquí esta noche? —pregunté sin poder mirarla a la cara.
—Naturalmente que sí, no necesitas preguntar.
Así que me hizo pasar a su casa, me llevó a su recámara y me dio un par de prendas holgadas que olían a limpio—. ¿Estás segura de que a tus padres no les molestará?
—Ever, con trabajo y ellos llegan durante la noche, créeme, así te mudaras aquí ni siquiera se darían cuenta.
—Eso es muy triste —mascullé.
—Sí, pero yo no puedo hacer nada. Es lo que ellos quieren.
—Supongo.
Nos quedamos en silencio, ambas perdidas en nuestros pensamientos.
—¿Alguna vez has pensado en tus decisiones? Quiero decir, realmente pensar en ellas, e imaginarte que de haberlas cambiado, todo sería diferente.
Asentí, intentando averiguar a dónde quería llegar con aquello—. ¿Y te arrepientes?
La miré fijamente, pensando y preguntándome hasta qué punto ella lograba traspasar mi estúpida barrera—. Lo hago. Hay cosas que desearía nunca haber hecho.
—¿Lo cambiarías si pudieras?
—Daría mi vida por poder hacerlo. Haría lo que sea.
Aquella verdad me golpeó como un tren. Yo sabía que era una persona egoísta, pero saber hasta qué punto deseaba que mi vida fuera diferente me convertía en algo mucho peor.