Lo que no conoces de mí.

Capítulo 34.

Ever.

Una vez, cuando era niña, estando en la calle de la mano de mi padre, escuché la conversación de un par de señoras que caminaban por delante de nosotros.

Nunca supe de lo que estaban hablando, pero hubo una cosa que se me quedó grabada a fuego en la mente.

—Él fue una puñalada en mi corazón, un infarto. Pero no fue mi funeral —la más joven le dijo a la otra.

Ya mayor, supuse que estaban hablando de un mal de amores, alguna traición o un corazón roto.

Imaginé cuanto tenía que doler para decir algo como eso, pero nunca pensé que hubiera un dolor peor para soportar.

El mío lo era.

Supliqué a pesar de no creer. Recé tan fuerte que mi garganta dolía con cada palabra saliendo de mi boca. Pedí ayuda como nunca antes la había pedido.

Pero algo en mi mente aguijoneaba mi razón.

Y lo comprendí.

Nadie me ayudaría. Éramos solo Alan y yo.

Entonces, pedí una última cosa. Si iba a ser corrompida nuevamente, lo único que pedía, lo único que deseaba con todas mis fuerzas, era la inconciencia. Quería que me protegiera de todo como una barrera inquebrantable. Que no me dejara a la merced de pesadillas y recuerdos ligados a mí en el futuro. Que no me dejara sentir la invasión que profanaría mi interior.

Sin embargo, como siempre, Dios no me escuchó.

Lo vi, lo sentí absolutamente todo.

Porque Alan era mi funeral.

***

Había un sonido, muy al fondo de mi mente. Una voz que gritaba hasta quedar afónica, dulce y desesperada al mismo tiempo.

Aguanta, susurraba. Déjate ir, imploraba. Pero no había nada que hacer. Sólo un vacío, blanco y tendido a todo lo ancho, expandiéndose y llegando al infinito.

Supe que estaba en el hospital cuando abrí los ojos. No fueron los muros pintados de blanco, o el sonido de las maquinas a las cuales estaba conectada, o la inmovilidad de mis manos lo que me lo indicó.

Sino el ambiente, claro y deprimente. El olor tan familiar que llenaba mis poros. Y la enfermera apostada a los pies de mi cama.

—¿Cómo te sientes, Ever?

¿Cómo cree que me siento?

—Oh, cariño —ella se acercó a mí y tocó el dorso de mi mano—. Ahora ya estas a salvo.

Nunca estaré a salvo.

—En un momento haré pasar a tus padres —ella debió ver el pánico en mis ojos—. O no.

No quiero volverlos a ver en mi vida.

—Escucha, cielo —la mujer pareció debatirse internamente—. Tal vez no recuerdes lo que pasó. Ojalá y no lo hagas.

Lo recuerdo todo.

—Estuviste desaparecida un par de días. Fuiste tomada de la calle mient... —dejé de escuchar. Simplemente ignoré sus palabras.

No necesitaba escucharla. El dolor entre mis piernas era palpable. Los moretones en mis muñecas, dónde sus manos me habían sujetado se pavoneaban como si fueran a ser expuestos en un escaparate. Sentí tanto asco que fue un milagro no vomitar allí mismo. La repugnancia me llenó, y di las gracias por que no fuera otro sentimiento.

No podía quitármelo de la cabeza. Podía sentir su peso sobre mí. Sus manos por debajo de mi ropa, estrujando y recorriéndolo todo. Sus labios marcando y probando cada centímetro de mí. La palma de su mano sobre mi boca cada vez que un intento de grito desgarraba mi garganta. El sonido de su risa era todo lo que podía escuchar. Todo lo que podía procesar. Y luego, su respiración haciéndose rápida y pesada, sus extremidades entre las mías, mi ropa siendo rasgada y echada a un lado. El frío del piso impactó con mi piel, y grité. Grité tanto que sentí que perdería mi voz.

Perdí mucho más que eso.

Después, él en mi interior. Invadiéndome. Rompiendo lo poco que había logrado reconstruir.

No quedó nada. Él se llevó todo.

Quería desaparecer de la faz de la tierra. Ahogarme y jamás salir a la superficie. Volar y perderme en el cielo. Quería arrancarme pedazo a pedazo la piel, deshacerme de todo lo que él destruyó. Rasgar mi interior y despedazarlo hasta dejarlo irreconocible.

La muerte no me parecía suficiente. No lo era.




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