Lo que no conoces de mí.

Capítulo 35.

Ryan.

No recordaba cuanto dolía que una persona tan importante se fuera. Lo había sentido antes, cuando mamá murió, pero esto con Ever era francamente peor.

Mucho peor.

Yo aún podía verla, tenerla tan cerca como para envolverla en un abrazo largo y apretado. Sentirla quieta justo a mi lado, con el calor de su cuerpo pegándose al mío.

Pero ella se había ido. Todo lo que ella era, su sonrisa tímida, sus palabras atrevidas, su dulzura. Y yo estaba desesperado por hacerla regresar a mí, sabía que de ser necesario, vendería mi alma al mismísimo diablo por ello.

Al principio, creí que estaba encerrado en una especie de pesadilla, una broma cruel de la cual de alguna manera estaba siendo víctima. Pero luego, cuando vi aquel cuerpo tendido sobre esa fría plancha metálica, cuando por fin sentí el verdadero horror trepar por mi cuerpo, comprendí cuan real era en lo que estaba hundido. Cuan real era la posibilidad de nunca ver sus ojos de nuevo, su sonrisa y esos hoyuelos tan dulces que se le formaban en las mejillas.

Y dolía como el infierno.

Al comprobar que no era ella, por un segundo creí que todo estaría bien, que ella iba a regresar tan fuerte como siempre, y que esta vez todo sería más fácil, pues ahora podíamos ayudarla. Pero estaba tan ciego, tan equivocado, que no me di cuenta de la magnitud de los problemas con los que ella cargaba desde hacía tanto tiempo.

Pero ahora podía verlo.

Los pedazos, la cáscara vacía que había quedado.

La observé, a través del cristal que no me atrevía a traspasar bajo ningún concepto. Estaba pálida, a pesar de haber estado bajo el sol durante las últimas semanas, parecía que su color se negaba a entrar en su piel. Había perdido peso también, sus mejillas lucían huecas, y sus ojos estaban hundidos y vacíos. Su cabello estaba sujeto sobre su cabeza, cayendo por su espalda esbelta y frágil. Aún llevaba vendajes debajo de su playera roja, podía ver los bordes ellas rodeándola como serpientes.

Llevaba ya un buen rato allí afuera, sentada sobre el pasto con la mirada perdida en la nada. Parecía tan distante, tan fría. Una estatua demacrada y triste. Sola.

Yo nunca había visto a alguien tan terriblemente roto. Verla así, destrozada y perdida había sido lo peor que había vivido hasta entonces.

Aquellos días, después de que ella fuera rescatada había estado histérica, negándose a tener cualquier contacto que le arrastrara a la realidad, y solamente una visita de su madre pudo hacer que eso cambiara. Ni siquiera Santi o el señor Rafael habían podido hacerlo.

No sabía lo que aquella mujer le había dicho, pero al menos la había calmado. Le había hecho ver que aquel monstruo nunca más la iba a tocar.

Creí que eso iba a ser suficiente.

Y aunque Ever ya no lloraba, aunque ella aceptaba las visitas sin ninguna objeción, estaba vacía. Ninguna sonrisa, apenas y hablaba. No lograba conciliar más que un par de horas de sueño, pues las pesadillas la despertaban en medio de la noche impidiéndole descansar.

No soportaba verla así, y a pesar de que ella había aceptado mis disculpas por lo que le había dicho, sentía que todo seguía allí, rodeándola, gritándole a la cara todas esas mentiras llenas de egoísmo y celos.

No teníamos ninguna excusa lo suficientemente válida para justificar el trato que le habíamos propinado aquel fatídico día que esa estúpida carpeta llegó a nuestras manos. Había estado tan furioso, tan lleno de rabia que no pensé ni un segundo en lo que le estaba escupiendo a la cara. Hasta que fue demasiado tarde.

La culpa me carcomía, porque ella no se merecía ese desprecio. Incluso si las cosas hubiesen sido como su madre nos las pintó, ella era una persona bondadosa que nunca le haría daño a nadie a propósito.

Era.

La palabra flotó en mi mente, recordándome que todo estaba destruido, roto.

Un movimiento del otro lado del cristal llamó mi atención. Santi, quien había llegado hace un par de semanas, caminaba directo hacia su hermana. Su andar no era cuidadoso, por lo que supuse que no pretendía serlo en absoluto.

Observé atentamente a Santi sentarse a su lado, lo suficientemente cerca como para tocarla pero sin llegar a hacerlo de todo.

Ella ni siquiera se movió. No dio ningún signo de haberle notado, y estaba seguro de que él sentía el golpe tan de lleno como yo. Ciertamente ella estaba un poco mejor, pero siendo franco conmigo mismo, sabía que prefería verla armando un escándalo a verla en ese estado tan indiferente.




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