El mundo te va a romper, y no sabes cómo. Tal vez lo haga por partes, tal vez entero, pero seguro que lo hará. Quizá una vez, quizá dos, o tres.
Morderá lentamente, acariciando, seduciendo, pero al final arrancará cada pedazo, y cuando te des cuenta, no quedará nada.
No importa cuánto huyas, porque el mundo es hermano de la muerte, y de él, nadie escapa.
-I.A.M.
Raven bailaba de una forma extraordinaria. Sus elegantes brazos se elevaban por encima de su cabeza en un gracioso arco, y sus piernas, esbeltas y largas dibujaban amplios círculos sobre el piso. Su vestido ligero se movía con gracia a su alrededor, mientras que The Nutcracker se adueñaba de su alma.
La gente a mi alrededor contenía la respiración, expectante, emocionada. Justo igual que yo. A mi lado, Anabelle se quedó muda de asombro, apretó su pecho, como si esperara que su corazón se saliera en cualquier momento.
Yo conocía esa sensación.
Todas y cada una de sus facetas. La de emoción, cuando contemplaba cualquier tipo de arte. La de amor, cuando sabía que iba a ver a mi familia pronto. La de nostalgia, cuando pensaba en aquel muchacho que había querido con todo mi corazón sin darme cuenta.
Y la de miedo, por supuesto. La agonía también había estado allí. El terror. El dolor. Y la soledad.
Antes, de haber estado rodeada de tanta gente, habría entrado en un estado de pánico que me habría dejado hecha papilla.
Pero ahora, todo eso había quedado atrás.
Ya no sentía ninguna necesidad de resguardarme, de ocultar lo que sentía ni de mí ni de nadie.
—Amo que me convencieras de venir —Anabelle susurró mientras me miraba con complicidad.
Ella seguía tan bonita y dulce como siempre. A pesar de que nos habíamos separado por un par de años, nuestra relación no se había deteriorado ni un poco. Ella estaba en su tercer año de Medicina, y había sido pura casualidad que la Universidad a la que me transfirieron después de pasar dos años en Italia fuera la misma en la que ella estudiaba.
Le sonreí abiertamente con cariño—. Lo sé, sabía que te iba a gustar.
Raven y yo nos habíamos hecho amigas durante el primer año en el extranjero, mientras ella pasaba un periodo de pruebas escolares para conseguir una beca que le permitiera estudiar y bailar sin ningún problema. Era curioso, porque ella me recordaba muchísimo a Rony, al contrario de Anabelle.
Pensar en ella ya no dolía como antes.
Al principio había creído que eso era lo último que necesitaba, pero con el paso de los meses, me di cuenta de que ese no era el caso.
Raven me hacía explotar tanto o más que Rony, me hacía reír hasta que el estómago me doliera, y también me consolaba cuando yo ni siquiera sabía que lo necesitaba. Ella nunca tuvo miedo de romperme, y si alguna vez lo tuvo yo nunca me di cuenta. Amaba eso de ella. Amaba que en los peores días, esos en los que no podía ni levantarme de la cama por los recuerdos, ella acudiera a mi lado sin importarle el horrible silencio o mi aspecto destrozado. Se limitaba a dejarme estar, sin sermones ni reclamos. Y cuando el dolor pasaba, cuando las pesadillas volvían a la caja en la que las tenía encerradas, me miraba y sonreía sin una pizca de lástima.
—La próxima vez el dolor se irá más rápido —decía.
Y era cierto.
Fue duro. Durísimo. Pero aquello no era lo más difícil que había hecho en mi vida. Con el paso de los días, de los meses, poco a poco pude volver a sentir esa calma que ya ni siquiera recordaba, y al final, no sin tener días terribles a pesar de todo, logré salir del hoyo en el que me encontraba hundida.
A veces las pesadillas regresaban con toda su fuerza, y podía sentir esos hilos dentro de mí que me incitaban a refugiarme dentro de esa armadura que no me dejaba sentir nada, pero no podía permitirme volver a ello. Ya no.
Cuando regresé a casa, con papá y con mi hermano, no fui la misma Ever que una vez había sido. Una chica despreocupada y parlanchina que regalaba sonrisas. Tampoco fui la Ever que no dejaba ver nada de ella, callada, triste y distante.
Era un poco de ambas, sonriente pero reservada. Cariñosa, un poco paranoica pero muy confiada. Me gustaba esta Ever. La que no estaba preocupada todo el tiempo. La que no temía demostrar sus sentimientos. La que se permitía amar y encariñarse con personas maravillosas.
Y mamá. Pensar en ella me llenaba de una calidez que nunca creí llegar a sentir. Era una persona completamente nueva, pues con el tiempo vi que de niña nunca había llegado a ver su verdadera personalidad, y lo lamentaba profundamente. La veía tan seguido como podía, y aunque ella y papá habían seguido con el divorcio, tenían una relación cordial y amistosa.