Hoy estamos en una cita.
Una de esas citas pequeñas, improvisadas, que parecen no tener un propósito más allá de compartir un rato y que solíamos compartir.
Hay una película reproduciéndose en la pantalla, las luces bajas, y solo el sonido de nuestras respiraciones.
Di sentada a mi lado, con las piernas cruzadas, la mirada fija en su laptop, y esa serenidad suya que siempre me pareció un refugio.
Yo, en cambio, llevo minutos fingiendo que estoy prestando atención.
Pero mi mente está en otro sitio, girando alrededor de algo que no sé cómo decir.
No es fácil disculparse cuando el daño ya está hecho.
No cuando la otra persona aún está ahí, pero un poco más lejos que antes.
La escena de la película cambia. Ella se ríe.
Y esa risa… esa risa me parte el alma.
Porque es la misma de siempre, pero siento que ya no me pertenece.
—Di —digo al fin, apenas un hilo de voz con todo el valor que tenía reunido.
Ella gira un poco el rostro, sin dejar de mirar la pantalla.
—¿Hmm?
Tardo unos segundos en atreverme.
—Quería… disculparme.
Silencio.
Ella pausa la película, como si cada segundo de sonido pudiera distraerla de lo que acabo de decir.
Y en ese instante, su mirada me busca. No con enojo, sino con algo mucho peor: decepción.
—¿Por qué justo ahora? —pregunta con suavidad, pero en su voz había un tono de enojo.
Trago saliva.
No sé cómo explicarlo sin que suene torpe.
—Porque no quiero seguir fingiendo que todo está bien. Porque cada vez que estamos juntas, siento que te debo algo. Que te decepcioné y que ni siquiera tuve el valor de afrontar la culpa.
Ella me observa, sin interrumpirme.
Así que sigo.
—No fue mi intención decepcionarte, Di. Lo juro. Pero lo hice y jamás debí permitirme hacerlo.
Sus labios se aprietan apenas.
El brillo de la pantalla le tiñe la piel de azul, y por un momento parece una pintura triste.
—Ro… —dice despacio—, no esperaba que lo dijeras. Pensé te ibas a quedar callada como siempre lo has hecho.
—Yo también lo pensé —respondo con un nudo en la garganta —, pero ya no puedo. Me cansa fingir, me asfixia.
Ella suspira, y su mirada lejos de suavizarse se torna un poco molesta, aunque sus palabras no tanto.
—No sabes cuán decepcionada y engañada me sentí. No por lo que hiciste, sino porque venía de ti. Fue como ver a una persona totalmente diferente.
El silencio que sigue es brutal.
Siento que algo en mi pecho se quiebra con esas palabras.
No hay excusa, no hay defensa posible.
Tiene razón.
La decepción solo se siente así cuando viene de la persona en la que uno confiaba.
—Lo sé —murmuro—. Y me he odiado cada día por eso.
Ella me clava la vista mientras juega con sus dedos.
—No quiero que te odies, Ro. Solo quiero entender por qué.
—Porque tuve miedo —respondo sin pensar—. Miedo de no ser suficiente, miedo de perderte antes de que algo empezara realmente. Miedo a que descubrieras todos mis desastres. Así que simplemente hice lo que siempre hacía encerrarme en una burbuja, creyendo que así dolería menos. Pero dolió igual… solo que después.
Ella asiente apenas, sin apartar la mirada.
Hay algo en su expresión que me desarma: no es enojo, ni tristeza, es cansancio.
Cansancio de entenderme, de esperarme, de justificarme.
—Siempre tienes miedo, Ro —dice al fin, con la voz baja, pero firme—. Y al final, ese miedo termina arrasando con todo lo que tocas.
Su frase me corta. No busca herirme, pero lo hace igual.
—Lo sé —respondo—. Y me odio por eso.
—No quiero que te odies —repite—. Quiero que cambies. Que dejes de esconderte detrás de tus miedos cada vez que algo se vuelve real.
Su tono se endurece, y no la culpo.
—No sé si sé hacerlo —murmuro—. No sé si puedo ser esa versión de mí que no huye.
Ella me observa por unos segundos que se sienten eternos.
—Podrías, si quisieras, te lo he demostrado —dice, sin titubear—. Pero siempre eliges el camino fácil: rendirte y eso es precisamente lo que no quiero en mi vida.
Sus palabras son como un espejo. Reflejan todo lo que intento no ver de mí misma.
—Y aun así estás aquí —digo con un hilo de voz—. Si tanto te cansé, si tanto te fallé, ¿por qué sigues aquí? — respondo con un poco de rabia, pero con curiosidad.
Ella sonríe apenas, una sonrisa triste, rota en los bordes.
—Porque me importas, Ro. Más de lo que debería. Y a veces, eso es lo que me hace quedarme.
El silencio se instala entre nosotras, pesado, inevitable.
Yo quiero decir algo, cualquier cosa, pero nada parece suficiente.
—No sé cómo arreglarlo —susurro — es que todo lo que siento contigo es completamente nuevo y desconocido. Yo nunca había querido a alguien con la intensidad que te quiero a ti, nunca había deseado a alguien tanto que me ardiera el cuerpo entero con solo verla, nunca había querido besar unos labios como quiero besar los tuyos. — suspiro — Contigo he tenido tantas primeras veces, eres la primera persona que me enamora sin siquiera tocarme, eres la primera a la que le regalo un libro, eres la primera a la que le regalo peluches, eres la primera a la que dejo ver más allá de mis máscaras, eres la primera vez cuyo toque no temo, sino anhelo, eres la primera persona que me hace querer quedarme —termino en voz baja, casi sin aliento— Eres mi primera vez en todo lo que importa, Di. Y eso me asusta. Porque no sé amar bien, no sé sostener algo que no me duela. Pero contigo quiero aprender, aunque me tiemblen las manos, aunque meta la pata mil veces, quiero estar, con miedos, con inseguridades,
—Tal vez no puedas —responde ella luego de unos segundos procesando todo lo que le decía —. Pero al menos esta vez… no huyas. Quédate, aunque duela.
Sus palabras caen lentas, pesadas, verdaderas.
Yo bajo la mirada, y por dentro algo se me quiebra.