El parque olía a césped recién cortado y a helado derretido. A verano. A todo lo que aún no se ha roto.
Estábamos los de siempre. Clara, echada boca arriba en el césped como si fuera su cama. Nico dándole patadas a una piedra sin mucho entusiasmo. Y yo, Leo, con la camiseta pegada al cuerpo y las ideas medio derretidas por el calor.
-Tengo una teoría -dijo Clara, sin abrir los ojos-: si no haces nada, nada malo puede pasar.
-Qué profunda, Sócrates -bufó Nico.
-No, en serio. Piensa en lo que jode todo: moverte, actuar, hablar. Si te quedás quieto... estás a salvo.
-O aburrido -dije, tirándole un poco de hierba seca a la cara.
Ella rió. Una risa de verdad, de esas que se te meten en el pecho sin permiso. Clara siempre fue así: luz sin filtro. Y Nico... Nico era caos con patas. Yo no sabía muy bien qué era yo. A veces me sentía un adorno en sus vidas. A veces, el pegamento.
-¿Alguien más está con miedo de que el próximo curso sea una mierda? -pregunté, no sé por qué.
Nadie respondió. Solo el viento y el sonido de una bici pasando cerca. Me di cuenta de que no lo había dicho en broma.
El instituto siempre me había parecido un lugar temporal, como una estación de tren. Llegás, esperás, te vas. Pero últimamente todo me pesaba más. La incertidumbre. El cuerpo. Esa sensación constante de que algo iba a cambiar y no sabía qué.
-Podemos prometer que pase lo que pase, vamos a seguir igual -dijo Clara, girándose hacia mí-. Vos, yo, Nico... Esto.
Asentí. Mentí.
Porque en el fondo lo sabía.
Nada permanece intacto para siempre.
Y aunque no tenía ni idea de lo que se venía...
Algo dentro de mí ya estaba temblando.