Lo que nos hace humanos

Capítulo 5 – Todo parecía normal

—¿Y si me pierdo en mitad del bosque y nadie me busca? —preguntó Nico, dramático, mientras ajustaba mal la cremallera de su mochila.

—Sinceramente —dijo Clara—, creo que nadie lo notaría hasta que empieces a hablarle a los árboles.

—¿Me estás diciendo que soy prescindible?

—Te estoy diciendo que hablas mucho.

Yo iba detrás, medio dormido, con el bus aún oliendo a calefacción y adolescente encerrado. Clara y Nico estaban a mi lado como siempre, pero me costaba seguirles la energía. La excursión a Las Batuecas nos tenía a todos medio emocionados. Salir de clase, respirar aire fresco, sacar fotos estúpidas. Había algo especial en ver a los profes intentar fingir que no estaban estresados porque tenían 30 adolescentes cerca de un acantilado.

—Acordaos —dijo la profe de Biología con voz de campo—: no nos separamos del grupo, no tocamos nada raro y no dejamos basura. Esto no es un vertedero, ¿vale?

—¿Y si me hago pis? —preguntó alguien desde el fondo.

—Entonces eliges un arbusto discreto y rezas para que no tenga ortigas.

Nos echamos a andar por uno de los senderos. Todo estaba cubierto de verde, con ese silencio suave que solo tiene la montaña. Era como entrar a otro planeta, uno donde el aire se sentía más limpio y los pensamientos más ligeros.

Al principio todo iba bien. Caminábamos entre bromas, fotos y frases sin sentido. Hasta que... no. Algo me empezó a molestar en el pecho. Una presión suave, pero real. Me paré un segundo. Disimulé. Miré los árboles como si estuviera fascinado por la naturaleza y no por la punzada que me cruzaba la espalda.

—¿Leo? —preguntó Clara—. Estás blanco.

—Es el sol. Me absorbe el alma.

Ella alzó una ceja. Sabía que algo pasaba. Pero no insistió. Me ofreció agua. Yo la acepté como si eso fuera a solucionarlo todo.

Seguimos. Pero el cuerpo no. Cada paso pesaba más. Como si me arrastraran desde dentro. Las piernas me dolían de una forma extraña, no como cuando haces ejercicio, sino como cuando estás a punto de desmayarte y no sabes por qué.

Me forcé a seguir. Por orgullo. Por miedo. Por esa voz que decía: "No digas nada. Te van a mirar raro. Van a hacer preguntas."

Nos detuvimos para comer cerca de un arroyo. Había niños salpicándose, otros buscando piedras raras. Nico intentaba hacer fuego con dos palitos, aunque nadie se lo había pedido. Clara sacó un bocata enorme y me ofreció la mitad.

—No tengo mucha hambre —dije.

—¿Y tú quién eres y qué hiciste con Leo?

Me reí, por fuera. Por dentro sentía el estómago revuelto y el corazón latiendo como si hubiera corrido kilómetros.

Me tumbé en la hierba. Cerré los ojos. El murmullo del agua me arrullaba. El mundo giraba, pero yo no.

Al volver al bus, me quedé dormido enseguida. Un sueño pesado, como si me hubiera caído en un pozo.

Desperté justo al llegar a Salamanca. Con la garganta seca y los músculos doloridos. Sentí un escalofrío raro. Como si todo en mí estuviera fuera de su sitio, aunque nadie más pudiera verlo.

—¿Te sientes mejor? —me preguntó Clara en voz baja, cuando bajamos del autobús.

—Sí. Debe ser la altura. O el aire puro. Estoy hecho para el asfalto —dije, forzando una sonrisa.

Ella me miró como si no me creyera. Como si viera algo que yo no quería decir en voz alta.

Nos despedimos con un "nos vemos mañana", pero al llegar a casa, algo me dijo que mañana... no sería como los demás.

Esa noche, mientras me lavaba los dientes, me miré al espejo otra vez.

Había una sombra bajo mis ojos.

No de cansancio.

De algo más.

Y entonces lo noté.

Un pequeño hematoma en el brazo.

No recordaba haberme golpeado.

Y me dolía.

Un dolor sordo.

Lento.

Como si algo dentro de mí estuviera despertando, pidiendo que lo mirara.

Por primera vez, no supe si estaba todo bien.

Por primera vez, me dio miedo que no lo estuviera.




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