Lo que nos trajo el muerdago

8. Sí, me importa...

Malorie Vélez.

—Si me importa, Vélez—murmuró con voz ronca y enloquecida—. Me importa que Dean se haya atrevido a buscarte después de tanto tiempo, maldición, obvio que es importante, Vélez. Porque me pone celoso, me enferma de celos el ver como corres detrás de él, como con aparecer consigue toda tu atención—el estallido emocional, aquella cruda declaración, desbarata los latidos del corazón y mis defensas—. No te merece; ese idiota no merece estar a tu lado, que salgas por él. Maldita sea, es una basura de hombre. Un tipo lamentable que no está a tu altura.

—¿Y quién está a mi altura, López? —demandé agitada, con voz chillona y lágrimas de impotencia derramándose.

Odio las confrontaciones, siempre las he odiado. Esta manera de enfrentar los problemas nunca ha sido mi favorita; prefiero esconderme, ocultarme de ellos y esperar hasta que todo se calma antes de intentar resolverlos. Pero Jacob no hace más que gritarme y derramar palabras que no comprendo. No tiene sentido alguno su declaración, la desesperación y posesividad que la precede. El toque suave y necesitado de sus dedos, recorriendo mis brazos; esa mirada oscurecida y vulnerable que me mira desde arriba como si fuera todo para él. Ese todo que se estaba derrumbando en sus manos, que le había robado. Porque Jacob estaba gritando que he sido robada en sus narices.

—Está frente a tus ojos, Vélez. Estoy a tu altura, y aun así, tengo que mirar hacia arriba cuando pasas a mi lado, porque parece que en tu mundo no existo, mujer, y me estoy cansado de esperar que lo notes—revela—qué me notes. Enloquezco cuando veo a Dean merodeando.

—Cállate, deja de mentir.

Nunca has mirado hacia arriba, no cuando estás a mi lado; en ningún sentido lo has hecho. Si alguien no existiera en el mundo del otro, esa sería yo, solo yo, porque él siempre ha estado presente. Desde el primer instante que pisé el hospital, mi mirada se fijó en Jacob López; pero ¿qué hizo él? Me ignoró.

—No estoy mintiendo, Vélez, nunca miento.

Me niego a escuchar sus palabras, a creerle. Porque no hay deidad en el mundo, ciencia posible que nos permita estar juntos. Que cree este escenario y todo encaje, porque ninguno de los dos se soporta. El desear la muerte una y otra vez de la misma persona no grita amor; el imaginar clavar un bisturí en una de sus milagrosas manos no grita amor. El ignorar a la otra persona y rechazar cada regalo, no grita amor; el mantener una distancia y no responder a los saludos, no grita amor. Todo lo contrario, grita que eres un absoluto idiota, maleducado, que odia a la otra persona.

Odio a Jacob López.

Odio al neurocirujano.

Odio al moreno qué es adorable con los niños.

Odio al hombre que rechaza cada uno de mis regalos y dulces.

Odio sus manos milagrosas.

Odio todo lo que significa Jacob López.

Le odio. Nos odiamos, y ese es el único sentimiento que nos persigue a ambos.

—No sabes de lo que hablas, López. No tienes ni la menor idea de lo que dices. Será mejor que te detengas en este instante.

—Cállate—demanda con autoridad; mi boca se abre por la sorpresa. El escepticismo me mantiene callada y su boca, esa boca, se posa sobre la mía, silenciándome por completo.

Dos veces, dos veces he tenido su boca sobre la mía. Sus labios se sienten igual que la primera vez, pero en este beso no hay dulzura, no es amable. Es demandante, agresivo, salvaje y cargado de celos. Esos celos que no le ha dado pena declarar en voz alta.

Primero el muérdago, y ahora este estallido de celos injustificados. En ambos momentos fue imposible no seguirlo, no perseguir la abrumadora sensación que provocaba su piel contra la mía, la embriagadora lujuria que despertaba con aquellos labios. Jacob López sabía besar; mi centro húmedo y caliente lo confirmaba; la incoherencia en los pensamientos era otra confirmación. Las manos que sujetaban con fuerza la camisa, anclándose contra él con desesperación, eran otra confirmación.

El gemido ahogado que huyó de sus labios prendió cada nervio en mi cuerpo. Respondiéndole con un jadeo necesitado. Me desconocía cuando este hombre me tocaba; desconocía lo que hacía su boca sobre mí, como me descomponía y solo dejaba una cáscara llena de lujuria, de deseo reprimido durante tanto tiempo. Cuando Jacob me besaba, era una mujer diferente. No le odiaba; todo lo contrario, le deseaba con fervor. Lo cual es un error, por eso hui la primera vez.

—Malorie—apoya la frente contra la mía, nuestras respiraciones jadeantes, mezclándose y los labios rozándose—sabes mejor de lo que imagine—declara con un jadeo.

Sus palabras son como dagas a ese deseo reprimido, a ese anhelo que le pedí a Madame. Sus palabras son las que he esperado escuchar de los labios de otra persona.

Pero es mi enemigo el que las ha dicho.

—Lo…

Sale del laboratorio más calmado de lo que entro, me da una última mirada y el deje de sonrisa que se posa en sus labios enrojecidos por el beso se ve bien. Demasiado bien en todo el conjunto de su rostro. Los labios le arden, mi cabeza se ha desordenado; intento darle sentido a lo sucedido, pero no consigo nada, como la última vez. Es una incógnita porque, últimamente, Jacob López termina besándome.




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