Lo que nos trajo el muerdago

9. Fuera del elemento.

Malorie Vélez.

—Me haces sonar como un viejo, Lori—sonríe con petulancia—, a menos que quieras un sugar daddy, no me digas ricachón.

—¿Vas a rellenar mi cuenta, Arthur? —él sonríe con picardía. Mi pregunta no ha hecho más que avivar su personalidad juguetona e intrépida.

—Voy a hacer más que rellenar tu cartera, Lori —enrojezco y él ríe, ríe con fuerza sin poder contenerse.

La tensión desaparece de mis hombros; los nervios se han esfumado y tener al lado de Arthur, aunque sus comentarios siempre me fastidian y me convierten en un tomate, es bueno. Tener una cara conocida en este mar de competidores y desconocidos es reconfortante.

—¿Cómo has estado, Malorie? —pregunta después de unos segundos. La risa ha muerto y la seriedad ha dominado las facciones masculinas del rostro.

—Bien, Arthur, trabajando día y noche. He apoyado a un neurocirujano en una investigación ahora último; fue un trabajo pesado, pero gratificante. Pero mi vida no debe ser tan emocionante como la tuya, heredero de Kademy.

—No hay nada emocionante en mi vida, Malorie, todo es burocracia y mirar de cerca el mercado. Son más preocupaciones que libertades; aun así, no me quejo, al menos no demasiado; tengo una buena vida, compleja, pero buena.

Condenado a trabajo de escritorio, no es que esté en una posición muy diferente de Arthur; claro, él tiene millones que gastar y multiplicar, pero ambos esperábamos lograr grandes descubrimientos en el mundo de la investigación y hacernos un nombre. Arthur tuvo que abandonar su puesto, cuando su padre murió abruptamente después de un viaje a América Central.

—Ha comenzado lo bueno.

La suave y armoniosa música invade el salón. La orquesta ha terminado de preparar los instrumentos mientras hablábamos. La melodiosa tonada ha invitado a las personas a bailar. Las parejas se mueven con lentitud en la pista, agitándose de un lado a otro con movimientos elegantes y glaciares.

—¿Me concede este baile, señorita? —pide extendiendo la mano izquierda, inclinándose ligeramente, imitando aquella reverencia del pasado.

Acepto tomando la mano grande callosa de Arthur. Su calor corporal me traspasa, desde nuestras manos unidas. Nos ubica en el centro, siempre siendo el centro de atención, destacando entre los demás. La sonrisa orgullosa en sus labios no calma los latidos desenfrenados de mi corazón, al recibir tantas miradas de desconocidos. Me empuja hacia su pecho enguantado en aquel traje negro hecho a la medida, protegiéndome de la atención desmedida que le gusta; Arthur sonríe y suelta alguna broma contra mi oído, para relajarme.

—Relájate, Lori, vas a terminar con dolor de espalda. Te ves increíble en este vestido. Si no estuviera tan enamorado de tu hermana, serías mi tipo, cien por ciento mi tipo.

—Idiota.

—Soy tu mejor amigo, Lori, dime cosas bonitas.

—Eres un idiota lindo.

—Gracias, Lori. Tú también —sus expertos pies, que llevan toda una vida tomando clases de danza, guían el ritmo en este baile; sinceramente poseo dos pies izquierdos y ninguna noción de baile—. Eres idiota —rio dejando caer un golpe contra el hombro.

Entre bromas, risas y anécdotas compartidas, las horas pasan. La música sigue sonando al fondo, pero no distingo qué canción se está tocando o qué notas, solo que el ritmo va aumentando con cada nueva canción; nuestros cuerpos, pegados unos a otros, son la confirmación necesaria. Arthur luce igual de energético desde el primer baile. Mientras a mí me cuesta dar otro paso, continúo moviéndome por los brazos de Arthur que me sostienen.

—Dulzura, casi no te encuentro —conozco aquella voz; la reconozco con tanta facilidad que es espeluznante la familiaridad con la cual me habla y envuelve una de sus manos en mi brazo derecho, alejándome de los brazos de mi amigo—. Gracias por bailar con ella, pero ya puedo hacerme cargo.

—¿Quién eres? —demanda Arthur sin alejarse. Sus facciones se han deslizado una vez más en la máscara social que suele usar, seria e impenetrable. La oscura mirada que analiza al hombre a mi espalda es pesada y demandante.

—Jacob López, neurocirujano y la pareja de Malorie —informa con seguridad. Su pecho pegado contra mi espalda se extiende con cada respiración dada, rozándose contra la piel expuesta de la espalda.

Jacob es caliente; su calor corporal me envuelve acosijándome en una falsa sensación de seguridad; no hay seguridad al lado de López, no debería sentirme de esa manera. Pero con su cuerpo rodeándome, y la nota posesiva que se filtra en su voz, me relajo inconscientemente, dejando caer las murallas que he fabricado a su alrededor. Murallas, las cuales me impiden caer ante los devastadores y engatusadores encantos del médico.

—Arthur Kendris, he esperado toda la noche para hablar con usted, señor López. Estoy dispuesto a invertir en la investigación de la neurogenetica—Arthur habla con calma, manteniendo su mirada fija en el rostro de Jacob, aunque sé que está perturbado ante esta demostración de masculinidad y celos desmedidos de Jacob—. Es un campo por el cual tengo un amplio interés; he estado pendiente de todos sus avances; conozco del tema y me ha sorprendido como lo ha abarcado; es ingenioso e innovador. Tiene potencial para hacer más que una teoría. La señorita Vélez, acá presente, conoce mi interés hacia este campo específico de la neurología.




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