Lo que nos trajo el muerdago

15. Las viejas costumbres no mueren

Malorie Vélez.

Estar con una persona que te ve a ti, aunque sea tu némesis, hace estragos en tu autoestima; la eleva y te siente eufórica, flotando en las nubes. No importa que mi jodido y egoísta prometido nunca haya tenido palabras dulces, demostraciones de afecto o me observara por una vez en nuestra relación como si fuera la mujer más bella ante sus ojos. Nunca lo hizo, aquel hombre solo tomó y ensució lo que era.

Jacob me mira; me observa con detenimiento, justo como en este momento. Su mirada me recorre con una lentitud y parsimonia que altera cada terminación nerviosa por donde ha bajado; mi cuerpo arde, la piel me quema y me siento deseada.

Deseada por mi enemigo.

— ¿Desde cuándo robas las galletas? Ni siquiera te gusta el dulce—exclamó soltando una carcajada.

—Siempre las he robado —con razón, Bastian siempre termina pidiéndome más galletas o robando una de las mías—. Es verdad, no me gusta demasiado, pero mientras venga de tus manos lo comeré.

—Podrían tener veneno y aun así te las comerías.

—Lo haría —acepta orgulloso; niego sin poder creer nada de lo que he escuchado.

—Vete al infierno, López—murmuro sintiéndome desequilibrada, fuera de mi zona de confort. La nieve continúa cayendo, llenando las calles de una densa capa blanquecina y fría. El olor del chocolate con leche me envuelve y no puedo evitar fijarme en los abultados músculos tensionados debajo de la camisa blanca.

Vete al infierno, némesis.

—Vamos juntos, dulzura.

Dulzura, aquel apodo tan irritante, tan dulce e inquietante, se desliza de sus labios con facilidad. Colocando mis defensas a flor de piel y la segadora necesidad de convertirme realmente en su dulzura. Me alejo del hombre, colocando una distancia segura entre nosotros, porque cada segundo que paso atrapada en su apartamento, rodeada con su olor y el verdadero Jacob, no hace más que menguar la resistencia de las murallas que he construido.

—Gracias.

Nuestros dedos se rozan al recibir la taza de chocolate; Jacob me mira durante unos cortos segundos, antes de alejarse y tomar un lugar junto al sofá. Su enorme cuerpo ocupa por completo la extensión del sillón, excepto la esquina donde me encuentro recluida. No es solo que ocupe todo el espacio, su sola presencia en la sala de estar es asfixiante y acapara toda la atención; en la cocina era imposible dejarlo de mirar y apreciar a escondidas su perfil; acá a mi lado, junto a mí y nuestras rodillas rozándose, es imposible crear una distancia. Una seguridad para el romántico corazón que poseo.

—Ya estás buscando cómo salir corriendo, Vélez —inquiere con una sonrisa burlona, dándole un trago a su café.

—Es imposible no hacerlo, López, las viejas costumbres no mueren con facilidad.

—Es verdad, pero podemos cambiarlas, dulzura—susurra con un tono ronco y oscuro, un tono seductor—puedo besarte hasta hacerte olvidar que quieres huir.

—¿Cómo estás tan seguro que tus besos no me harán correr más rápido? —maldigo apenas aquella pregunta insensata se escapa de mis labios. La sonrisa de autosuficiencia de Jacob me deja saber que se va a colgar de ella y no me dejará en paz.

—Te harán correr rápido, dulzura, pero no será la misma razón.

—Cállate, López.

Tomo un sorbo de chocolate; el dulzor de este invade cada glándula receptiva; el embriagante sabor del chocolate caliente y espeso se está convirtiendo en uno de mis favoritos, con cada nuevo sorbo que le doy. Un gemido ahogado y necesitado se escapa de mis labios. Sale con tanta facilidad que no me doy cuenta hasta escuchar el gruñido bajo de Jacob.

—¿Jacob? —preguntó alzando la mirada. El neurocirujano ha dejado su taza de café, y nuestras rodillas rozándose toman un nuevo significado junto a aquella mirada oscura.

—No puedo soportar si gimes de esa manera, dulzura, es una tortura.

Susurra, apenas siendo un murmullo bajo y demandante. Un murmullo ronco que se deforma con la emoción contenida en su grave voz. Ahogo el jadeo que se forma, conteniéndolo en la garganta; los latidos explotan; contengo la respiración, embriagándome con el aroma del neurocirujano y del chocolate. Aquella combinación es devastadora, porque antes de darme cuenta un gemido se ha formado y expulsado por mis labios.

—Malorie, lo estás haciendo de nuevo.

Las manos me tiemblan; el calor que emana Jacob me rodea, arrullándome en una burbuja de tensión sexual, la cual va escalando como la espuma de una cerveza. Sube con fuerza y devastación, jugando con los finos nervios a los cuales me he sostenido toda la noche, desde el parqueadero cuando este hombre posó su boca contra la mía y me reclama en el beso más arrollador que he tenido.

Maldito, némesis.

Jacob humedece los labios con sus ojos fijos en los míos, devorándome con desesperación. Coloco la taza junto a la otra con cuidado, tomando una profunda respiración antes de decidir si caer ante la arrulladora tensión sexual o alejarme de este hombre y huir, huir como dice él. Pero ¿a dónde puedo huir en esta nevada Navidad? A ningún lado, no tengo esas posibilidades; así que cuando me enderezo y miro directamente a los ojos oscurecidos de Jacob, no queda otra decisión más que sucumbir al deseo carnal.




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