Lo que nos trajo el muerdago

18. Pasos acelerados.

Jacob López.

Tiro del seguro del respaldo de su asiento. Ella jadea cuando queda acostada y escondida detrás de los vidrios polarizados del carro. Bastian toca la ventanilla y el simple sonido enloquece a Malorie, que comienza a recitar fórmulas químicas y oraciones, lo cual es una extraña mezcla.

—Buenos días, Jacob —saluda Bastian inclinándose sobre la puerta del auto—. Deja de robarte mis galletas; pídele a Malorie qué te haga un par. Si ruegas un poco ella te concederá el deseo; es muy amable.

El rubio sigue refunfuñando y enumerando todas las galletas que le he robado las últimas semanas. Malorie ahoga una risita, mientras Bastian continúa quejándose sin filtro hasta irse por una llamada a la acción. La cual pocos segundos después recibo y el momento ha terminado.

—Escucha a Bastian, debes ser bueno para conseguir unas galletas a cambio —se burla levantándose del respaldo. Ella sonríe con tanta picardía que me superan las ganas de borrarle esa sonrisa.

—Estoy obteniendo más que galletas, dulzura.

Malorie tiene una manera de sonreír, que no te deja duda alguna sobre sus sentimientos; ella es transparente, sincera y sin malas intenciones. Es una persona libre y descomplicada, que me ha malentendido durante muchos años. Cuando la llamo dulzura, no hago referencia a lo que sus manos crean; las galletas y postres que siempre trae al hospital son dulces, pero es una dulzura completamente diferente, Malorie es dulce, sus gestos, acciones y la manera desmedida y feliz en que sonríe; todo lo que ella hace, lo que es, es dulce. No hay nada malo en Vélez. Todo calza a la perfección, personificando el ser más amable y hermoso que he conocido.

Condenadamente perfecta, me di cuenta desde el primer instante que nos cruzamos; esa tarde descubrí lo que era caer rendidamente enamorado a los pies de una persona que no se da cuenta de tus sentimientos; ella me tenía y no lo sabía. Me tiene y aún no lo cree. No importa lo que la bonita investigadora me pida, se lo daría. Así de intensos y posesivos son mis sentimientos.

—Te amo—susurro; aquella palabra se escapa con una facilidad alarmante, para los demás; porque decirla para mí se siente liberador. No obstante, nunca llega a los oídos de Malorie.

—¿Dijiste algo? —pregunta haciendo un bonito puchero, sus mejillas sonrojadas y ojos brillantes.

—Sí, quiero besarte otra vez.

—¿Qué te detiene? —rebate con orgullo, con el mentón alzado altivamente y exponiendo los labios enrojecidos e hinchados.

Nada me detiene.

Estar lejos de ella es una tortura; es difícil mantener la concentración en el trabajo, no perderme en las letras de los informes y recordar su rostro sonrojado y coqueto del auto. Esa risita baja y el gemido que prosiguió cuando la besé. Me es imposible librarme de los recuerdos de Malorie, de todo lo que hemos experimentado juntos en este corto tiempo, todos siendo recuerdos bonitos, desgarradores y cargados de tensión; los cuales me tiran más cerca de ella, luchan contra la fina línea de autocontrol que conservo para no correr hacia mi bonita y traviesa investigadora, y proponerle que sea mía. Mía hasta el último día de mi vida.

Lo que siento por Malorie es desgarrador, desesperado y no tiene forma de controlarse. Es todo lo contrario a su apariencia y personalidad dulce, amable y devota, que demuestra cada minuto en el hospital, durante el estudio y el sabor de sus galletas. Mis sentimientos son depredadores, y están a punto de perder la correa que les detiene.

Las preguntas incesantes de los pacientes e internos mantienen la mente ocupada. Las largas horas de cirugía ayudan a que el tiempo corra deprisa y cuando me he dado cuenta, ya había acabado con la última cirugía de la mañana y tenía un hueco para pasar al lado de Malorie si llegaba a tiempo a ella y nadie más la entretenía.

—Doctor López, el paciente del 108—grita un interno persiguiéndome, con una libreta en las manos y una mirada desesperada a medida que corro más lejos de él. Alaska ríe mirándonos con diversión. Sus ojos claros e inteligentes evalúan la situación, dándole una boca al panecillo de avena.

—La doctora Carter responderá todas tus preguntas—grito corriendo más rápida, notando el puchero y gemido de Alaska antes de desaparecer por el pasillo.

Mis pasos no se detienen; continúan con el mismo ritmo acelerado, y cada paso me lleva más cerca de la persona qué deseo ver. Su rostro me persigue, la ansiedad y necesidad de posar mis manos sobre ella y aspirar una bocanada de su dulce aroma a galletas y flores; el deleitarme con esos labios exigentes y tímidos. Doy un último salto entrando al laboratorio, casi al mismo tiempo que una de las investigadoras sale; cierro la puerta con fuerza a mis espaldas, notando la figura curvilínea y suave de Malorie Vélez.

—Oh, Jacob, que te trae al laboratorio ¿no es hora de tu almuerzo? —asiento, solo mirándola embelesado, perdido en esos labios rosados y en ese rostro encantador.

—Jacob —repite, mirándome con duda. Analizando mi semblante —como hace siempre delante de sus muestras médicas—. ¿Sucede algo? —pregunta con genuina preocupación.

Asiento, lento y medido. Acortando la distancia por completo. Agarrándole entre mis brazos y dando un respiro profundo y desesperado. Llevándome en grandes bocanadas su aroma dulce y refrescante. Ella niega y una risa pequeña, estrangular, casi tímida, retumba en lo profundo de su pecho.




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