Lo que podía imitar

Capítulo 1: «No sé»

¿Quieres a tus padres?

Una pregunta inofensiva que suele hacerse a un niño o niña con el único fin de escuchar un «sí» como respuesta. No existe un motivo más profundo; tanto la pregunta como la respuesta esperada, normalmente, se hacen con ligereza.

Naturalmente, ese también debería haber sido el caso de esta familia, en la que los padres miraban con ternura y cariño a su hijo mientras esperaban su contestación.

Sin embargo, el pequeño preescolar los observó durante varios segundos sin responder. Los padres lo miraban, buscando pistas en su inexpresivo rostro, pero fue inútil.

Desde que podían recordar, siempre había tenido una expresión inmutable, y aún se les dificultaba captar las diminutas sutilezas de sus gestos. Si tuvieran que aventurarse a leer su expresión, dirían que parecía estar pensando seriamente en algo.

Pasaron unos pocos minutos y, tras terminar de reflexionar, la conclusión a la que llegó el niño fue un simple y llano: «No sé».

Los padres estaban incrédulos, pero salieron rápidamente del asombro inicial y dejaron pasar el asunto, pensando que era parte de la fase de negación de la que habían oído hablar y que, por algún motivo, no se había manifestado antes.

Desafortunadamente, no tenían forma de saber que la respuesta fue completamente honesta. No es que estuviera siendo terco ni intentando afirmar su autonomía como individuo.

Era tal y como dijo: al parecer, no entendía el concepto de «querer», ni siquiera de forma básica o intuitiva. Por ello tardó en responder: porque estaba buscando una respuesta que no existía dentro de él, y no tuvo más opción que renunciar a encontrarla.

Llegó la tarde y, con ella, una visita inesperada: familiares del lado materno que no veían desde el año pasado, con un hijo de la misma edad y otro un par de años mayor. Intercambiaron saludos y conversaron sobre lo que habían estado haciendo, sobre lo rápido que crecían sus hijos y demás temas mundanos.

Mientras tanto, los menores de estos familiares se aburrían y preguntaron a sus padres si podían jugar con el niño. Obtuvieron el permiso y se le acercaron para decidir qué hacer. Eran pequeños amigables y extrovertidos que rápidamente propusieron actividades para realizar.

Los adultos detuvieron su charla unos momentos para apreciar esta adorable interacción. No obstante, a las visitas les pareció extraña la inexpresividad del niño: parecía jugar con normalidad, pero su rostro permanecía sin expresión.

No pudiendo contener la curiosidad, decidieron preguntar al respecto a los padres, quienes explicaron que siempre había sido así y que no parecía representar un problema.

Entonces recordaron el asunto de esa mañana, cuando le preguntaron si los quería y respondió con un «no sé». Decidieron que era una buena oportunidad para hablar sobre dicho acontecimiento. Los escucharon con atención y respondieron con su propia experiencia, contando anécdotas e historias similares.

Por su parte, los niños jugaban con bloques de construcción y parecían competir por quién hacía la torre más alta. Dos de ellos se reían abiertamente y hablaban con alegre efusividad, mientras que el restante mantenía su expresión impasible, incluso al presenciar las risas de sus compañeros de juego.

Naturalmente, esto no pasó desapercibido. El menor de ellos se sintió un poco incómodo al principio, pero luego le restó importancia al ver que seguía el juego.

Pero no fue el mismo caso para el mayor: de alguna manera, había tomado como desafío personal lograr que mostrara alguna emoción en su rostro, por lo que, de vez en cuando, intentaba sorprenderlo, mientras el menor miraba con interés tales momentos.

La conversación de los adultos tuvo una pausa abrupta cuando uno de ellos señaló, entre risas, la escena que tenía lugar.

Lo que vieron fue a dos niños haciendo caras graciosas y poses raras, mientras fijaban su mirada en el tercero, quien los miraba con una expresión en blanco mientras seguía apilando bloques de juguete.

En definitiva, era una encantadora y entrañable situación. No obstante, resulta lamentable que no pudieran leer los pensamientos del niño que seguía armando torres, porque si lo hicieran, sabrían de su incapacidad para sentir emociones de forma natural.

Entenderían que va más allá de una expresión facial tranquila o seria, y comprenderían que lo mostrado por su rostro representa fielmente su interior.

Era de noche, los invitados se habían marchado y los padres pensaban en lo que habían conversado con los familiares de los pequeños extrovertidos. Compartieron sus experiencias y se dieron cuenta de que tenían vivencias similares. Aun así, no pudieron deshacerse del todo de sus inquietudes y pensaron que sería una buena idea probar el consejo que recibieron.

Les habían dicho que abrazaran a su hijo y observaran su reacción. Si no trataba de resistirse ni hacía un gesto de incomodidad, entonces seguramente solo era un tipo de terquedad infantil.

De esta manera, se acercaron a su hijo, cuyos ojos mostraban signos de sueño, y lo abrazaron afectuosamente. El niño, con un auto de juguete en la mano, no se resistió al abrazo ni dio muestra alguna de incomodidad; sin embargo, tampoco abrazó a sus padres.

No estaban seguros de qué pensar sobre los resultados de este experimento, pero por el momento se convencieron de que no fue el peor de los casos. Entonces, uno de los padres probó a pedirle que los abrazara, aunque sin muchas expectativas, pues creía que se negaría por su fase de negación.

Para sorpresa de ambos, el niño los abrazó sin titubear, dejando a los padres más confundidos de lo que ya estaban, buscando en sus propias mentes alguna explicación para la curiosa conducta. Terminó el largo abrazo sin poder llegar a una respuesta, así que decidieron acompañarlo a su habitación para que se acostara a dormir y dar por terminado el día.

Llegó el día lunes y la familia volvió a su rutina semanal: el padre fue a su trabajo y la madre, un poco más tarde, dejó al niño en el preescolar. Decidieron dejar sus dudas a un lado y, por el momento, solo esperar a ver cómo progresa el asunto.




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