Lo que sabe la reina mosca

0: El encuentro

No había forma de confundirse.

Lo supe, en cuanto lo vi. Y no fue fácil. En mi vida habían ocurrido tantas cosas extrañas, que ya creía que nada podría sorprenderme.

Había sido un día entre tantos en la redacción. El número de ese mes de la revista venía con algunos problemas. Mi columna, por ejemplo. Mis borradores habían sido rechazados dos veces en esa semana por mi estúpido primo y editor en jefe, Santiago Ledesma. Lo hubiese mandado al lugar oscuro y oloroso que se merecía, pero no solo era familia, era mi jefe. Y no iba a negarle que mi cabeza estaba bastante seca de ideas en los últimos tiempos.

Así que me estuve quedando más horas en el edificio, enfocada en mi computadora, sentada en mi cubículo pequeñito. Si sirve de algo, diré que no era fácil pensar durante el día con el reproductor de Youtube de mis compañeras de cubículo a tope. Y el mal gusto de ambas era terrible. No entendía cómo ellas podían sacar algo en limpio con tanto reggaetón encima. O sí. Creo que mis neuronas todavía pedían auxilio, pero las de ellas ya se habían rendido.

Tampoco es que pudiera hacer alguna de mis maldades contra ellas. De alguna forma, cada una había conseguido llamar la atención de mis dos primos, los gemelos Ledesma. Una estaba por pasar por el altar con Sergio y, a la otra, la sospechaba embarazada en cualquier momento de Santiago. Así que no solo eran compañeras insoportables de trabajo, también iban a ser familia.

Mi alquiler había aumentado, mi ex novio publicaba en Instagram sus fotos del viaje a Asia con su nueva pechugona de metro ochenta y a mí me tocaba escribir un artículo sobre los beneficios del pensamiento positivo. Estaba segura de que mi editor me jugaba una broma pesada, como cuando éramos niños y él cazaba moscas para ponerlas en mi taza de leche.

Me habían pasado un montón de cosas, una montaña de cosas horribles. ¿Ya lo he dicho?

Así que ahí estaba yo, una noche en el trabajo. Sola en mi escritorio, con los paneles de los costados repletos de artículos de mis publicaciones de investigación favoritas. Mis sueños de aventurarme y correr detrás de verdades que les cambiasen la vida a las personas, estaban apenas sostenidos con cinta adhesiva en esas minúsculas paredes.

En la pantalla de la computadora, mis ojos seguían la búsqueda de fuentes sobre la mejor curiosidad del mes, la más divertida, el chisme más jugoso que pudiera inspirarme. En mi cabeza, soñaba que alguno de mis referentes del periodismo cayera por casualidad al edificio y me descubriera, para llevarme con él, bien lejos.

Entonces, los escuché. Segundos antes, hubiera jurado que era la única que todavía quedaba en ese piso. Cuando Santiago y Elisa empezaron a discutir a gritos por alguna de sus tonterías, desde el despacho de él, me di cuenta de que era mi señal para ir a casa.

Porque no era la primera vez que yo me pasaba del horario en la redacción, y ya sabía cómo terminaban esas discusiones. Mejor salir, antes de que mis oídos y mi imaginación lo sufriesen.

Salí, en puntas de pie sobre el piso alfombrado en color azul, hacia el ascensor. Presioné con ansiedad el botón del subsuelo, rogando que ninguno de los dos tuviera la ocurrencia de salir antes de que las puertas se cerraran. Una vez abajo, el estacionamiento y su tranquilidad característica me dieron la bienvenida. Silencio. Hermoso silencio, solo interrumpido por el ronroneo de los motores de algún otro trasnochado en las diversas redacciones que componían el imperio informativo de mi tía, la gran Erika Suarez Ledesma.

Yo soy parte de la rama más pobre de los Ledesma, hija de un rebelde que se casó por amor y vive en una casita en las afueras. Mi auto es un cacharro que a duras penas logré comprar. Mi ropa es simple, nada estrafalario, casi un uniforme personal de pantalones y chaquetas de colores neutros para cada día. Mi cabello rubio siempre va recogido en un moño que se desordena o se mantiene en su lugar, según como me vayan las cosas. Y, ese día, traía el pelo hecho un desastre. Pero, como siempre, conservaba el porte orgulloso y la nariz fruncida de los míos. Siempre fue más un acto reflejo que una actitud real. Por eso, sé que suelen confundirme con alguien más inaccesible de lo que soy.

No hay nada que hacer. Vivimos en un mundo de apariencias. Lo cual no es tan malo, si me dejan decirlo. Por ejemplo, mi cacharro modelo 2000 no engañaría a un hombre sobre una herencia impresionante que lo atara a mí por mi apellido. Y yo ya sé a qué vehículos debo evitar acercarme aquí, si no quiero llevarme un comentario sarcástico de los de la revista de economía o los del periódico. Empezar desde abajo, el lema de mi tía para sus preciosos hijos. Y yo recibí la lección de humildad de rebote. Ahí estábamos todos, estancados en La libreta lila, la publicación más estrafalaria del grupo editorial.

Humildad. En un Ledesma. Ni en la rama pobre sabíamos lo que era eso.

Y, hablando de apariencias, lo que vi al llegar al sector de los autos de mis compañeros de la revista La Libreta Lila, no era algo común. Lo supe, de inmediato. 




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