Para ser el final de la semana, la estaba pasando bastante mal. Yo, que solía esperar los viernes con ganas. Los viernes eran como el felpudo de bienvenida a los únicos días en los que las agujas del reloj corrían por mí. Un felpudo algo duro y lleno de cosas por ordenar antes de darme el paso, pero allí hasta el esfuerzo se sentía menos. Sí, lo sé. Debería haber hecho una comparación con un puente levadizo o una puerta pesada, custodiada por un ogro —llamado tareas urgentes de última hora—. Tomen la imagen que más les interese. Pero nunca imaginé algo como esto.
El aspecto del sujeto que tenía enfrente al despertar, no podía ser descripto de otra forma que no fuese usando palabras como «feroz», «temible», «mal aliento», «falta crónica de agua y jabón». Y es que esa armadura en mal estado, ese cabello enmarañado, ese lenguaje casi inentendible, me daban algunas pistas. Lo que confirmaba mis sospechas del todo era su mirada. Podía oler la desesperación de ese hombre (entre otras cosas), pero la tristeza en sus ojos era agobiante. Allí estaba mi respuesta. El personaje con el corazón roto que yo había llamado.
Desconsolado, eso seguro. Parecía al borde del llanto, mientras ajustaba las amarras en mis manos y pies. ¿Quién más podía responder al llamado que un guerrero medieval derrotado y con una conducta muy distinta a la de los caballeros andantes de las novelas rosas?
Quise suspirar, resignada al mal resultado de mi plan. El olor hediondo de mi captor me detuvo, por supuesto.
Cuando el caballero de la armadura embarrada me apuntó con su espada horrible, la situación perdió del todo la gracia.
—Disculpa —empecé, creyendo controlar el temblor en mi voz—, estás cometiendo un err…
—Vuestra merced la boca bien çerrada y los oídos abiertos. Que si osa fazer ruido non dejo vn pelo en vuestra cabeça.
Decir que me quedé helada es poco. Si hasta el café que me había tomado a la tarde volvió a mi garganta, del susto que me estaba pegando.
Los mínimos recuerdos de las clases de español antiguo en la universidad me dijeron que esto no era un chiste. Este tipo era un personaje de alguna historia. Una muy antigua.
Mi llamado había sido respondido. Pero ahora estaba atada con lo que parecía el cable de alguna de las pc de la redacción.
—¿Qué dices? —grité, todavía sin poder creer lo que veía—. ¡Pero si yo fui quien te invocó, pedazo de estúpido!
La hoja de metal barrió tan cerca de mi mejilla, que pude sentir el ruido del filo deslizándose por el aire. De inmediato, cerré mi bocota y me quedé bien quieta. No fuese a intentar de nuevo algo así.
—Que a mi merced lo perdido faz de tornar —insistió el sujeto.
—¡¿Eh?!
De verdad, no entendía qué me estaba pidiendo ese hombre. Porque podía darme cuenta de lo desubicado que estaba. Él era el invocado, pero exigía y exigía.
—¡La mujier, a la que osaste levar una carta! —respondió, indignadísimo, como si todo fuese tan simple—. ¡Por el reyno de Meurat, que antes fue mya!
Yo seguí mirándolo, con mi mejor cara de nada.
—Pero de qué mierda me está…
—¡Ca bien se vee el temor en sus oios! Mas si faze lo que exio, su cabeça sobre los ombros queda.
«Cri, cri, cri…».
Los grillos en mi cabeza eran lo único que hubiese podido sacar, si me la hubiese abierto con esa espada.
—Ajá…
—Agora va a fazer ese embrujo de la carta —ordenó, arrojando a mis pies lo que parecía un rollo de cuero y una especie de pluma, con un frasquito oscuro—. Esta vez por mi merced.
Entonces me di cuenta. Carta. Había dicho «carta». Estaba perdida. ¡Me estaba confundiendo con…!
—¿Qué quiere que haga con esto? —pregunté, al borde del llanto.
«Este es el momento en que me volveré creyente y rezaré» pensé. «Es lo único que me queda».
—Faz a conjurar el corazón de la princesa Calana y hacerlo tornar para mí. Con esa tinta e pergamino, mujier. Faras que torne su buen juicio e marche del otro reyno.
«¿Por qué no se me ocurre ninguna oración?» me lamenté, en silencio, con mi cara ya hecha un lío por las lágrimas.
Cuando sonó otra voz, desde el interior de la oficina.
—¡Alto, mi sennor! ¿Que faze vuestra merced en esta comarca?
No podía creerlo, era el raro. El nuevo, el primo de Elisa. Estaba ahí, lo más tranquilo, hablando con mi captor como si no fuese un ente salido de alguna mala pesadilla o como si yo no estuviese tirada en el piso, maniatada.
—Mis asuntos non son de su incumbencia, paisano —respondió el personaje que yo había invocado—. Finque alejado e no correrá más sangre de la justa.
Presioné mis labios lo más fuerte que pude, aterrada de hacer cualquier sonido involuntario que pudiese salir de mi bocota. Quería reír histéricamente. Eso es lo que quería.
Porque podía morir ahí mismo, lo sabía. Pero aquello sería una anécdota de lo más divertida para después. Ese tipo maloliente y bañado en la ¿mugre? de sus enemigos me estaba confundiendo con Elisa.
Jo. Jo. Jo. ¿No podía confundirse peor?
Como si hubiese dos personas más distintas que esa enana pelirroja y yo. Esa enana que pone a los cuentos de hadas del revés, dejando al lobo como el protagonista que se lleva a Caperucita, a la Bella Durmiente bajo llave y con un cartel de no molestar. Esa enana que, sin querer, triunfó en este lugar, encontró amistades, fans y un amor que parece interminable. A mí, la persona de la que suelen confundir el nombre sus propios compañeros de trabajo. A mí, que no tengo ni el poder de hacer que mi gato deje de subirse a los muebles. ¿Desde cuándo alguien puede hacerme pasar por ella?
—Non, idalgo, vuestra merced fa tomado la prisionera errada —continuó mi compañero, en esa misma lengua rara que yo entendía a medias—. Non es la dama que está buscando.
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amor en el trabajo, nadie es lo que parece, chismes jugosos de oficina
Editado: 11.07.2022