Siempre he evitado hacer caso a mis miedos. No diré que soy una mujer que no siente ninguno, porque estaría mintiendo. Creo que, en este mundo absurdo, las personas que más utilizamos la lógica solemos estar llenas de temores. Y eso es porque sabemos todo lo que puede salir mal.
Algunas, como yo, tenemos en la cabeza una especie de recordatorio de la película Destino final. Al que entienda la referencia, felicidades y bienvenido al mundo millenial-boomer. Al que no, que disfrute de sus tiktoks y espere a que esos niños que ahora gatean y balbucean sean unos adolescentes que no entiendan nada de lo que ustedes hablan.
Así que, sin importar que he estado a punto de morir al final del día laboral del viernes, hoy lunes soy capaz de subirme al ascensor y presionar el número del piso en donde está la oficina de La libreta lila. Mi pecho se hace un pequeño nudo al recordar al guerrero salvaje y sus amenazas, pero hago el ejercicio de tomar una buena cantidad de aire por la nariz y luego soltarla con lentitud por mi boca. Llego a destino, las puertas metálicas se deslizan y el caos de cada día aparece frente a mis ojos.
Avanzo por el pasillo entre los escritorios de mis compañeros confundidos por el desorden en sus puestos. Logro escuchar alguna queja por un ordenador estropeado y apuro el paso hacia mi lugar. Tengo la suerte de que, siempre que algo extraño ocurre en esta redacción, las principales responsables suelen ser Elisa o Delfina, así que confío en poder escabullirme sin que mi primo-jefe sospeche siquiera de mí.
Al momento, mi estúpida conciencia trae el recuerdo más desagradable de esa noche:
«Lo más difícil es ser un buen secundario…»
De pronto, no sé si a eso se refería el nuevo. Una parte de mí comienza a estar de acuerdo con él. Y ya estoy de muy mal humor. Bien, Sienna, así se empieza la semana.
Entonces, la puerta de la oficina de la dirección se abre y el ogro de mi primo cruza miradas conmigo. Me giro, haciéndome la distraída, con intenciones de alcanzar mi puesto y hundirme en mi silla hasta la hora del almuerzo. Casi me decepciona que no note que la culpa del lío en el que han encontrado la redacción esta mañana es mía. Casi.
Será que, en el fondo, guardo un poco de molestia por no ser el centro de atención que todo Ledesma que conozco logra ser. En fin.
El día pasa con rapidez y, llegando el final, yo no dejo pasar la oportunidad de leer el último artículo de una de mis periodistas de investigación favoritas: Olivia Brown. Me remuevo en mi silla, complacida, al ver lo incisiva que logra ser contra el político de turno, por más que su investigación no haya tenido un resultado concluyente. Sueño con tener la oportunidad de hacer algo tan valioso, tan reconocido, tan… especial.
La mayoría de mis compañeros se ha marchado para este momento. Sé que soy una de las últimas aquí, siempre lo soy. Así que me vuelvo a buscar mi cuaderno de notas, para releer el artículo y tomar algunas de las frases que más me gustaron de la genial Olivia. Y aquí, a mis espaldas, encuentro de pie al mismísimo ogro de mi primo. Digo, jefe.
—¡Ah, Santiago! ¡Casi me matas del susto! —exclamo, con mi cuaderno contra el pecho, mientras ensayo una sonrisa para quitar tensión al momento.
Él está cruzado de brazos. Me observa con calculado detalle. No sonríe conmigo.
—Disculpa que interrumpa tu lectura, Sienna.
—Oh, no es nada. Ya había terminado, ¿ves? —Él no respira, ni siquiera parpadea. Empiezo a ponerme nerviosa—. Aprovechando que entregué temprano este mes mi sección de la revista, estoy, eh… explorando ideas. Ahora ya me voy a casa.
Me levanto, dispuesta a salir lo más rápido posible de allí, pero él pone su mano en mi hombro y me detiene.
—Siéntate.
Oh, no. Lo sabe. De alguna forma, no sé cómo, lo ha averiguado. Aquel idiota del nuevo dibujante le ha dicho todo.
—Eh, mira, yo iba a decírtelo —improviso, sintiendo que me voy poniendo colorada y todo—, pero no quería ponerte más nervioso, ¿sabes? Ya queda poco para la publicación del mes que viene y…
—¿De qué hablas?
La confusión en su rostro y el tono de su voz me advierten que no está aquí por el desastre del viernes, con el loco del hueco del ascensor y mi rescate de parte del dibujante rarito. Por un instante, me quedo sin palabras.
Oh. Sienna, no te eches solita al fuego. Vuelve, vuelve, vuelve a la sartén.
—De… de… que ya viene el cumpleaños de tu madre —tartamudeo—. Pensé que podíamos comprarle algo entre todos, sí.
El ogro suelta una buena cantidad de aire y deja ir esa postura tensa que trae, pero se ve más agotado que relajado.
—¿Es en serio? —me regaña—. Dejemos eso fuera del horario de…
—Técnicamente, ya pasaron las seis —corrijo, con timidez.
—Sí, bueno, me refiero a hablar de familia entre estas paredes.
—No veo que tengas problemas con eso con tu hermano o con Elisa —digo, con la boca chiquita.
Me repatea que me trate distinto a ellos. No puedo evitar sentirme de nuevo la prima pobre, la bulleada del internado de los niños ricos que solo porta el apellido y de casualidad está en los lugares, sin merecerlo.
Santiago vuelve a echarse su buen suspiro.
—Sí lo tengo y ellos no lo respetan, Sienna, pero tú eres la única sensata. Se supone que nos entendemos mejor tú y yo.
—Ya. Ok. Te hablo a la noche entonces.
Por dentro, estoy más aliviada. El tema del invasor de otras dimensiones traído por mi culpa ya se ha desviado del todo. Si no lo ha descubierto hasta ahora, ya no lo hará. Aunque tenga que sobornar al nuevo.
—Sienna, ¿qué pasa contigo? —murmura el ogro-jefe, otra vez en su papel.
—¿A qué te refieres?
—A esto —Y, por toda explicación, suelta unas hojas impresas sobre mi escritorio—. De verdad, nunca me habías presentado algo tan cliché, tan poco elaborado, tan intrascendente, tan… indigno de ti.
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amor en el trabajo, nadie es lo que parece, chismes jugosos de oficina
Editado: 11.07.2022