Lo que sabe la reina mosca

2: La corte de la reina mosca

Tierra, trágame. Fue todo lo que pensé.

¡Por eso tenía la credencial de Elisa! ¡Se la habían prestado, y yo casi le echo encima mi aerosol de defensa personal!

—¿Qué te pasa, gordi? ¿No desayunaste? —murmuró Luis, a mi lado.

—No es nada —gruñí, quitándomelo de encima.

Mis cinco kilos de más eran motivo de bromas de su parte desde hacía un tiempo. Aunque me la pasaba diciendo que estaba por empezar el gimnasio, solía quedarme en palabras. Todo eran risas, sin mala intención según él, pero yo quería darle un puñetazo.

Mi primo siguió con la presentación más acartonada del siglo, hasta que todos empezamos a dar muestras de querer seguir con nuestras cosas. Lo cual habla muy mal de su capacidad de entretenernos. Entonces, salió al rescate una de las dos afortunadas de la oficina que había pertenecido al viejo Tomás.

—Amor, déjame que yo le muestre todo de la redacción, ¿sí? —dijo Elisa, acercándose al nuevo—. Gente, una última nota sobre Jensen, aquí. Su apellido es Mores y no por casualidad. Están por trabajar con el hijo de una de las tías lejanas de mi madre, así que me lo tratan bien, ¿eh?

Un murmullo de sorpresa se extendió por los cubículos, mientras yo notaba que el nuevo pegaba un respingo con la sola mención de ser pariente de Elisa. Lo entendí por completo. Yo me cambiaría de apellido, antes que compartirlo con esa loca.

—Ya decía yo, que acostarse con el jefe debía tener sus beneficios —comentó el envidioso de Luis, con una risita.

Los demás ya se iban a hacer sus cosas, con lo que la ronda frente a la oficina de Santiago se desarmó.

—No me pongas imágenes en la cabeza, tonto. Que también es familiar mío —dije, entre risas, antes de volverme a sentar en mi metro cuadrado.

Los recortes de los artículos de mis revistas favoritas habían quedado desparramados en mi nuevo escritorio, junto a las chinches. Me decidí a ponerlos en las paredes de mi cubículo, antes de empezar con el trabajo del día. Si bien era del mismo tamaño que el que usaba antes, se veía mucho mejor conservado. Decidí que solo eso era ya una mejora. Todo lo que sucede, conviene, solía decir una amiga. Así que tomé mi mejor cubículo como mi nuevo avance, por el momento.

Cuando me volví a acomodar, noté que el espacio del lado estaba siendo ocupado.

«Al demonio con la tranquilidad», pensé.

«Voy a ignorarlo, sea quien sea. Nada de lo que mis compañeros chismosos puedan decir o hacer va a desconcentrarme de mis tareas. Tengo un objetivo, soy una chica profesional y centrada. Los chismes de oficina no van conmigo» me autodecreté, y me puse con un artículo sobre los personajes olvidados de las películas de romance.

A los cinco minutos, no podía con la curiosidad. Así que me asomé, un poco, por el divisorio a mi derecha. Me volví, a punto de gritar como una loca. Sin embargo, era lógico. No sé de qué me sorprendía.

Y sí, era el único espacio libre. En un cubículo bastante descuidado. ¿Quién iba a ser el que se sentara allí, más que el nuevo?

Volví a asomarme, con lentitud. Lento, lento, como esos gifs de muñequitos animados que se asoman con sus ojos de iris brillantes y pupilas dilatadas. Esta vez, los ojos grises del loco de la noche anterior me esperaban a centímetros de mi cara.

—¡Ahhh!

Del susto, me caí de la silla y casi me golpeé la cabeza con el escritorio. Por pura casualidad, el pesado de Luis no estaba al lado, porque se hubiera reído de lo lindo. Igual, no me salvé de las burlas.

—Hey, reina mosca, ya te dije que tuvieras cuidado con agregarle whisky al café —gritó uno de los idiotas de la sección de entrevistas.

Le respondí con el clásico corte de mangas, antes de regresar a mi silla con toda la dignidad de mi falso título nobiliario. Alguna vez contaré cómo se enteraron los estúpidos de la oficina de mi apodo infantil. Por ahora, seguiré con el asunto del tipo nuevo, sentado justo en el escritorio del lado. Mirándome, como si le hubiese dado un susto de muerte. Como si el de la pinta extraña la noche anterior no hubiese sido él.

—¿Tengo algo en la cara?

—¿Eh? —reaccionó, con cierta demora, como si cayera desde una nube.

Ya empezaba a mosquearme.

—Que si se me ha pegado algo en la frente, o las mejillas —insistí, con mi mejor cara de piedra—. Si es así, me lo dices ahora mismo. Caso contrario, vuelve a lo tuyo.

—Ah. No hay suciedad alguna en su rostro, mad… señorita —se corrigió, con algo de apuro—. Mosca. Señorita mosca.

—¡Mi nombre es Sienna, Sienna Ledesma! —grité, indignada de que alguien pudiera ser tan tonto.

—Como Bond, James Bond —apuntó Luis, detrás de mí. Seguro ya habría terminado de hacer su ronda de chismes baratos del día.

No gruñí por poco, pero mi expresión le dijo que no me faltaba mucho para empezar a morder.




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