Lo único que quedó

Capitulo 3 : "Entre sombras y refugios"

El apartamento se había convertido en un espacio que Leo ya no sabía si llamar casa o prisión.

Por eso, cuando Marcos —su mejor amigo de secundaria— empezó a insistir en que se vieran un rato, no encontró excusas para negarse. Necesitaba salir, aunque fuera por un par de horas. Necesitaba un lugar donde no flotara el recuerdo de Clara en cada rincón.

Adrián lo llevó en el coche hasta la cafetería del centro. Durante el trayecto casi no cruzaron palabras. Sólo cuando Leo abrió la puerta para bajarse, Adrián lo tomó del brazo.

—¿Me vas a escribir si pasa algo? —preguntó, con esa voz baja que parecía más de padre que de cualquier otra cosa.

—Voy a estar bien. —Leo hizo un esfuerzo por sonreír—. Es sólo una bebida con Marcos.

—Si tardas mucho, vendré a buscarte.

Leo asintió, incómodo. Sintió el impulso de decirle que no hacía falta, que no era un niño. Pero algo en la mirada de Adrián —esa mezcla de tristeza y necesidad— le hizo callar.

La cafetería estaba casi vacía. Marcos levantó la mano cuando lo vio entrar. Era un chico no muy delgado, de pelo negro, con un pendiente diminuto en la ceja. Siempre había tenido el don de convertir cualquier silencio incómodo en una broma.

—¡Por fin! —exclamó—. Empezaba a pensar que te habían abducido.

Leo se sentó frente a él y soltó el aire que llevaba reteniendo todo el camino.

—No… sólo… he estado ocupado.

Marcos lo observó con atención.

—¿Estás bien, Leo? Digo… de verdad. Porque te ves… no sé, distinto.

Leo se pasó una mano por el pelo.

—Es que… —Tragó saliva—. Es raro. Vivir con Adrián… es como si Clara siguiera allí, pero al mismo tiempo no. Todo está lleno de sus cosas. Él… —Se interrumpió, buscando palabras—. A veces es como si no supiera quién soy yo y quién era ella.

Marcos apoyó una mano sobre la suya.

—Tienes que cuidarte. Entiendo que quiera ayudarte, pero no puedes cargar con todo el duelo de los dos.

Leo apartó la mirada hacia la ventana. Afuera, la calle se llenaba de gente que vivía su vida sin pensar en ausencias. Por un instante sintió que no pertenecía a ningún sitio.

—Lo sé —murmuró—. Sólo… no quiero que se sienta solo.

—¿Y tú? ¿Te has sentido solo?

La pregunta le dolió más de lo que habría esperado.

—Sí.

Mientras tanto, Adrián se obligaba a no quedarse rondando la cafetería como un guardián paranoico. Estaciono el coche y se fue caminando sin rumbo hasta un pequeño parque a tres calles de allí. Había un banco vacío bajo un árbol, y se sentó a fumar un cigarro que no tenía intención de terminar.

A veces pensaba que Clara habría odiado verlo así. Derrotado. Aferrado a algo que ni siquiera sabía definir.

Se llevó los dedos al puente de la nariz. Entonces escuchó una voz detrás de él.

—¿Adrián?

Giró la cabeza. Era Lucía, una antigua compañera de la universidad que había conocido a Clara alguna vez. Llevaba un carrito con su hijo pequeño, que dormía envuelto en una manta.

—Dios… cuánto tiempo —dijo ella, con un gesto de sincera compasión—. Me enteré de lo de Clara. Lo siento muchísimo.

Él hizo un esfuerzo por sonreír.

—Gracias. Ha sido… difícil.

Lucía se sentó a su lado. Hablaron de banalidades unos minutos. Pero al final, ella también lo miró con esa mirada de quien no sabe si preguntar o callar.

—¿Y estás viviendo con el hermano de Clara? —preguntó al fin—. Me lo contó Beatriz.

—Sí. Leo. Tiene quince. —Se frotó las manos—. Ella… me lo pidió. Que cuidara de él.

—Claro. Tiene sentido. Pero… bueno, si necesitas ayuda, sabes que hay asociaciones, grupos de duelo. No tienes que hacerlo todo solo.

—No estoy solo. —Lo dijo con un tono casi defensivo.

Lucía lo miró con preocupación.

—Bueno. Pero si alguna vez quieres hablar…solo llámame.

Cuando ella se alejó empujando el carrito, Adrián se quedó mirando cómo la figura de Lucía se diluía entre los árboles. Parte de él quería aceptar que estaba sobrecargado, que necesitaba ayuda. Pero otra parte —más oscura, más terca— se negaba a compartir lo que sentía. Era suyo. Su pena. Su promesa.

Y también ese deseo imposible de retener algo de Clara en la figura de Leo.

Esa noche, Leo volvió al apartamento con un poco más de color en las mejillas. Adrián estaba sentado en la mesa, repasando papeles que no lograba concentrarse en leer. Cuando lo vio entrar, se levantó de inmediato.

—¿Te divertiste?

Leo asintió, dejando la mochila a un lado.

—Marcos me ayudó a sentirme mejor. Fue… bueno.

—¿Comiste algo? Puedo calentarte la cena.

—Ya comí. —Se hizo un silencio breve—. Gracias.

Adrián sintió un alivio que no sabía si era por tenerlo de vuelta o porque ese par de horas de ausencia le habían parecido insoportables.



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En el texto hay: juventud, dolor, psicologia

Editado: 16.07.2025

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