Loba traicionada

Capítuo 2— Castigo cruel.

El rumor de la tragedia se esparció más rápido que el viento helado. Desde esa noche, ningún rincón de la manada volvió a pronunciar el nombre de Aria Valenor con respeto. La hija del alfa había desaparecido entre los árboles y, para todos, solo había una culpable.

La mañana siguiente fue el comienzo del infierno.

Aria despertó en la celda húmeda del sótano de la casa principal. El olor a tierra y óxido le quemaba la garganta. La puerta se abrió de golpe; el alfa Lucien Ashford entró con una furia que helaba la sangre. Detrás de él, Alaric la observaba con el rostro lleno de desdén y vergüenza. Liliana y Lilith miraban desde el pasillo, disfrutando cada segundo.

—¿Dónde está mi hija? —la voz del alfa retumbó como un trueno.

Aria no supo qué responder. Aún sentía el cuerpo entumecido y el alma rota.

—Yo… no sé… los vampiros… ya me desmayé —balbuceó, recordando la impotencia que sintió.

Darius Ashford apareció detrás de su padre. Tenía los puños apretados y los ojos rojos por el llanto. Al verla, no vio a la amiga de su hermana: vio a la traidora que se la arrebató.

—Mientes —escupió entre dientes—. Tú la llevaste ahí. Tú sabías lo que hacías —cada palabra era un golpe a su alma.

—¡No! Yo nunca… —Aria intentó levantarse, pero el alfa se lo impidió con un empujón que la hizo caer de nuevo al suelo frío.

—Por tu culpa la manada ha perdido a su princesa —dijo Alaric, su padre, sin una pizca de compasión—. Has deshonrado mi nombre, debiste morir en vez de tu mamá.

Aquellas palabras infligieron un dolor insoportable en su pecho; un nudo en la garganta no la dejaba respirar y cerró los ojos llorando.

Las palabras de su padre dolieron más que los golpes. Él no preguntó, no la defendió. Simplemente la entregó al odio colectivo, igual que se entrega una ofrenda.

La arrastraron fuera de la celda. La luz del amanecer la cegó unos segundos. En el patio central, toda la manada estaba reunida. Murmullos, insultos, miradas rebosadas de desprecio. Nadie dudó en señalarla como la causa de todo.

Una anciana lanzó la primera piedra, la cual le laceró la piel de la cabeza. Luego, otra mano se sumó. Dejando un hilo de sangre en su brazo, el mensaje era claro: ya no pertenecía allí.

—Fuera de mi vista —gruñó el alfa Lucien Ashford—. Si no fuera porque eres hija de mi beta, te mataría ahora mismo —escupió con odio.

Alaric no pronunció palabra; simplemente no le importaba. Solo le dio la espalda y ordenó que la llevaran a la vieja cabaña del límite norte. Una construcción olvidada, entre arbustos y raíces torcidas, que apenas resistía el viento. Allí la dejaron, con una manta raída, un colchón húmedo y el eco de su desgracia.

La expulsión fue un decreto público. Lucien, el alfa, había dejado claro que la presencia de Aria recordaba la noche en que su hija desapareció; la rabia era un fuego que se avivaba en su mirada. La madre de Aveline, con los ojos hinchados de llanto, la señaló con dedos temblorosos y la acusó con su alma herida.

—Mi hija te amaba... Y yo... yo te acogí como una hija, maldita bastarda —gritó con el rostro bañado de desesperación.

Darius, hermano de la joven, se acercó tanto que Aria casi podía oír su respiración. Su silencio tenía el filo de una sentencia.

—Si tú no hubieras estado… —murmuró él, sin mirar a nadie—. Todo esto no habría pasado.

Las voces en la plaza se transformaron en un coro de reproches. La llamaron traidora, ladrona de suerte, portadora de maldición. Algunos escupieron, otros se golpearon el pecho en gestos hipócritas, y todos recordaron con fervor que la desaparecida no era cualquiera: era la hija del alfa, heredera, tesoro de la manada. Aria no habló. Cada palabra que hubiera salido le habría parecido una traición a la ausencia de Aveline.

Una vez en la cabaña, Liliana, su madrastra, lanzó un saco con sus ropas y lo dejó caer a los pies de Aria; para ella, le entregaba la última migaja de dignidad.

—Esto es para que aprendas tu lugar —dijo Liliana con una mueca de asco.

Durante los primeros meses, los castigos fueron verbales: tareas humillantes, desprecios en reuniones, miradas que convertían cualquier intento de buscar ayuda en un peligro. Alaric se aseguró de que su hija fuera el blanco en cada ocasión pública; su ira brotaba en órdenes que dejaban a Aria con las manos en llagas de tanto lavar, con los brazos cortados por recoger leña bajo lluvia que nadie más soportaba. La manada observaba, complacida. Darius se acercaba a menudo a la cabaña y lanzaba comentarios que no despertaban reacción de nadie más que de su propio orgullo:

—Así paga quien rompe lo sagrado.

Las noches eran las peores. Aria se sentaba en el pequeño porche, abrazando sus rodillas, y levantaba la mirada hacia la luna. Allí le derramaba todo su tormento.

—¿Por qué? —susurraba al cielo con la voz rota y la opresión en el pecho—. ¿Por qué tomaron a Aveline? ¿Por qué me dejaron viva si soy la culpable? —Lágrimas espesas caían—. Yo maté a mamá, no debí nacer...

La luna no contestaba, pero su luz bañaba el rostro de Aria, haciendo más visibles las lágrimas que no quería mostrar. En sueños revivía el bosque, los ojos rojos, las manos que arrancaron a su amiga. Se despertaba con gritos en la garganta y el sabor de hierro en la boca.




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