Dos años completos habían pasado después de aquella tragedia que marcó un antes y un después en la vida de la manada Moonshades; perdieron a la princesa de la manada, aquella luz que bañaba sus vidas con una sonrisa.
Los vampiros se adueñaron de varias manadas gracias a aquel regalo de la luna que ellos se robaron aquel fatídico día.
Moonshades ya no era lo mismo: su alfa perdió la alegría, era implacable; su hijo siguió sus pasos. Ya no viajaba como antes, ahora solo se concentraba en luchar, pero sin la piedra poco era lo que lograba y muchas eran las pérdidas.
Pero no solo ellos habían sufrido; a pesar de armarla tanto, su familia se tenía entre ellos. Igual que la manada completa, se apoyaban, iban juntos a pedir por su alma ante la luna, a diferencia de la desdichada Aria. Aquella desdichada perdió al único ser que se preocupaba por ella, la única que celebraba sus cumpleaños; ella era la única luz en medio de su oscuridad.
La vida definitivamente la odiaba: no solo perdió a su madre al nacer, tenía ganado el odio no solo de su familia, sino de todos en aquella manada.
Aria floreció sola en el dolor y las lágrimas; su único consuelo era su loba, Kendra. Aunque no todo era perfecto, porque no podía transformarse: aquel esfuerzo se había llevado todo. A veces piensa cómo sería si ella hubiese muerto en lugar de Aveline.
El cuerpo de la chica había cambiado: su cabello era rubio platinado y sus ojos, dos diamantes azules tan intensos que ella se sorprendía ante su reflejo. Ya tenía los 18 años y su loba apareció; solo esperaba el momento de encontrar a su mate y ser por fin querida. Decían que el vínculo traspasaba cualquier sentimiento, por eso no le importaba que fuese de la manada: ese vínculo desvanecería ese odio mal infundado.
—Aria, debemos salir un rato, estoy inquieta —habló Kendra a través del link mental.
Aria pasó las manos por su cabello y tomó uno de los vestidos que tenía; ya no le quedaba tan largo. Desde que la lanzaron allí, se olvidaron de traerle ropa o lo esencial; ella debía valerse de la naturaleza para sobrevivir, sin dejar de hacer las tareas de aquel cruel castigo.
—Ya voy, Kendra. Hoy quiero practicar más, a ver si así el frío cede un poco —murmuró y salió de la cabaña. Aquel lugar horrendo ahora es su hogar; ella lo ha decorado con flores y ha tapado las grietas que tenía. Podría tener uno mejor, pero no se queja.
Aria comenzó a correr de un lado a otro, calentando el cuerpo; en su cabeza su loba disfrutaba, a pesar de no poder salir.
La joven saltaba ramas y pasaba por debajo de troncos; lanzaba los cuchillos con excelente puntería en las marcas que hizo con vallas de mora.
—Sé más rápida, Aria, concéntrate en golpearlo con energía —gruñó la loba en su cabeza.
Aria era hija de una bruja y su abuelo había sido un brujo; se esperaba que tuviera algún poder, pero aún no aparecía.
Las manos de la joven se dirigieron a un tronco y un rayo morado apenas y lo pudo agrietar.
—Sí... ¡Sí! —gritaba y saltaba emocionada—. Quisiera verte y abrazarte, Kendra —gritó entre lágrimas. La emoción le hacía doler el pecho; era innegable: después de haber carecido tanto, esto era un Santo Grial.
De pronto, un ruido se escuchó: una rama romperse a lo lejos. No pasó desapercibido para Kendra y la alertó.
—¿Quién anda allí? —Llevó una de sus manos al cuchillo en su pierna; aún le quedaba uno.
No hubo respuesta, pero el aire cambió: ya no olía a bosque y hojas mojadas; un olor a chocolate puro con ligeros toques de frambuesa llegó a su nariz, impactando su cuerpo.
—¡Mate! —gritó Kendra con euforia—. Búscalo, Aria —seguía gritando la loba en su cabeza.
La joven no esperó y caminó hacia el aroma. La silueta de un hombre alto y de pecho ancho se dejó ver. Por un momento el sol iluminó su rostro y no lo vio, pero se sentía bendecida: por fin sería feliz. Lágrimas caían de su rostro.
—Ya no sufriremos más, mi niña —la animaba Kendra. Pero una nube cubrió el cielo y la cara del hombre se hizo clara.
Los ojos de Aria no podían creer lo que veían: era él... Su amor platónico de infancia, el mismo que la culpó de matar a su hermana.
Ante ella, Daríus, hijo del alfa y futuro líder, yacía impactado, con el ceño fruncido y la mandíbula apretada. Sus rasgos eran cincelados, su cabello castaño y sus ojos de un verde tan intenso como los de su fallecida hermana, parecía verla de nuevo.
Él no podía creer su mala suerte; tanto que pidió una luna, y le entregan este gran castigo. La asesina de Aveline.
—Mate —murmuró Aria. El vínculo debía ser más fuerte que el odio, o al menos eso quería creer.
—Mate —pronunció las palabras, pero no se quedó: salió despavorido, convirtiéndose en un enorme lobo gris oscuro con ojos amarillos.
Kendra celebraba: su mate era una belleza. No le importó que huyera; él debía regresar o al menos se aferraba a esa esperanza.
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Editado: 02.11.2025