El día estaba hermoso y Aria decidió levantarse y salir a respirar un poco. En su casa todo eran preparativos para los cuales ella no aportaba nada. En lo único que la dejaron opinar fue en el vestido de novia: ese había sido escogido por ella. Casi llora al vérselo puesto; deseó tener a su madre allí para llorar en su hombro, pero solo estaban esas mujeres a las que no les importaba el vestido. Su atención estaba en un vestido que le gustó a Atenea. Ella no entendía por qué hacían eso y por eso necesitaba salir.
Sus pasos la llevaron sin darse cuenta hasta la parte espesa del bosque donde perdió a su amiga. El frío rozaba su piel y el olor de las flores inundó su olfato. Fue allí que se dio cuenta de dónde estaba: solo en esa parte se daban esas especies florales.
Sus lágrimas cayeron y ella se puso de rodillas. Un dolor punzante atravesó su corazón y, ante ella, revivió aquel momento. Aveline caminaba directo hacia ellos y ella hacía un esfuerzo grande por sacar a su loba, solo que no funcionó.
Un quejido de dolor la alertó y ella se puso de pie y caminó con su corazón al límite por las densas hojas que creaban un sendero.
—Ten cuidado, Aria, deberíamos irnos; no puedo salir y defenderte —advirtió su loba, pero ella quería seguir. Alguien necesitaba ayuda y ella no iba a dejarlo atrás.
Su cuerpo sintió algo oscuro, una presencia extraña, pero no paró.
—Aria, aquí hay una entidad maligna, regresa —volvió a decir Kendra.
Aria detuvo sus pasos, aunque otro quejido, esta vez más fuerte, atravesó el silencio del bosque y ella no lo pensó: se adentró hasta ver a tres hombres muy pálidos. Uno estaba en el suelo, herido, y a su lado otro estaba inconsciente.
Los ojos de uno de los hombres se fijaron en ella. Era hermoso: su piel blanca, inmaculada, y sus ojos rojo sangre. Un vampiro, ella lo sabía.
El sujeto le mantuvo la mirada y le regaló una sonrisa sádica.
—Mira cómo has crecido —ladeó su rostro, y ella recordó verlo en sus pesadillas; ese hombre estuvo aquel horrible día.
Su cuerpo se estremeció; sin embargo, no era miedo lo que la recorría, era una descarga de energía. Ella no entendía nada.
—¿Quieres ver morir a un vampiro? —comentó burlón, y el otro vampiro de pie se burló.
El tercer vampiro, herido, tenía sangre saliendo de su estómago. Su cabello era castaño y sus facciones finas; sus ojos eran en un tono vino. No había duda de que la belleza de ellos era increíble.
—Muere, traidor —el vampiro intentó levantar su mano con una daga envuelta en un mango de cuero, pero la hoja sin duda era de plata pura.
Una ola de furia e indignación la recorrió y estiró sus manos hacia ellos. Rayos azules salieron de sus manos; uno de ellos comenzó a incendiarse y el otro salió huyendo, dejando a su compañero hecho una antorcha viviente.
—Aria, es un vampiro —recordó Kendra, pero ella no le hizo caso y se acercó a él.
—¿Estás bien? —puso sus manos en su estómago e hizo presión; su corazón era uno también.
El vampiro la observaba embobado, sorprendido de la ayuda de esa joven.
—Es muy profunda la herida, pero gracias.
—¿Y si me muerdes? ¿Podrías curarte así? —ella estaba tan decidida a ayudarlo que no oía lo que decía.
—No haré eso... Tú eres una lobita muy dulce y te puedo matar... —Ella sollozó y gritó.
—No quiero que te mueras. De nuevo voy a fallar —lloró fuerte y de sus manos más energía salió, pero no eran rayos: era el poder de los Elythar, curar.
El rostro del vampiro estaba más pálido que antes; sus fuerzas regresaban y la herida ya no estaba.
Ella no tenía idea de qué hacía, pero no se detuvo.
Las manos de Aria brillaban y ella se alejó asustada.
—Te curaste, bien... ¿Te sientes mejor? —sonaba adorable. El vampiro no dejaba de mirarla.
Ambos, tirados en la hierba.
—Estoy muy bien gracias a ti, lobita —tomó sus manos y las limpió en su traje—. Escúchame bien: me has salvado, ahora estoy en deuda.
La joven negó varias veces.
—No me debes nada, no sabes lo feliz que estoy de poder salvarte —su mirada se entristeció a la par que se puso de pie—. Hace años atrás no hice nada y alguien a quien quise mucho murió.
El vampiro se levanta y asiente, aunque su postura es la misma.
—Igual me salvaste, estamos en deuda, lobita —su tono es grave pero no tenebroso.
—Adiós, debo irme. Cuídate, por favor —Aria se alejó corriendo a buscar un lago para quitar las pocas manchas de sangre en su ropa; lo menos que quería era que volvieran a pensar mal de ella.
—Adiós, lobita...
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Editado: 02.11.2025