Loba traicionada

Gran día

El gran día había llegado. Aria abrió los ojos dejando que las flores que su amado dejó el día anterior para ella llenaran la habitación con su delicado aroma.
La casa estaba llena de personas queriéndola arreglar, aunque sus miradas eran tensas y la sonrisa en sus labios muy falsa.

Ella se dio un baño de espumas con la intención de prepararse y estar perfecta para la noche de bodas. Nada más importante; el solo imaginar que sería marcada por su gran amor hacía que en su pecho la fiesta de mariposas danzara de felicidad.
Aria vistió su cuerpo con una bata de baño y abrió la puerta para que entraran los encargados de ponerla hermosa. Por suerte, la decoradora de bodas que había estado con ella a lo largo de los preparativos no llegó; por lo menos no tendría que ver esa mirada extraña en sus ojos.

—Futura Luna, aquí le trajimos el vestido, pero primero arreglaremos su maquillaje y peinado.
Aria aún no podía tomarse en serio que este día había llegado.

Mientras tomaba asiento y recostaba la espalda del respaldo para que comenzaran a arreglarla, su cabeza volvió al pasado. Observó el odio de la manada por esos dos años, recordó el frío, el hambre y las ganas de llorar.
Su loba le decía en la cabeza que no recordara momentos tristes, pero ella simplemente no podía revivir y aceptar que todo ese daño acababa el día de hoy.

Abrió los ojos cuando la estilista encargada la llamó y ante ella había una mujer preciosa. Su cabello rubio platinado estaba recogido en un moño alto y varios mechones de su cabello colgaban enrulados. Una pequeña diadema de flores blancas decoraba el borde, dándole ese aspecto angelical que tanto ella deseaba. Al menos eso se respetó: hoy no eran los deseos de la decoradora, o los deseos de su media hermana, o los de su madrastra; hoy hacían caso total de cada palabra que salía de su boca.

Colocó en su cuerpo el traje de novia que había escogido. Realmente era un sueño: la falda, estilo princesa, era amplia, con pequeños bordados en la tela en forma de flores, tan amplia que la hacía ver como una princesa de cuentos.
El corpiño estaba lleno de pequeños cristales de diamantes y tenía pequeñas mangas que nacían un poco más abajo de sus hombros. El escote de corazón le daba un toque sensual sin caer en lo vulgar. Fue a la caja de joyas de su madre y observó un collar que se decía de ella: era una pequeña luna rodeada de pequeños diamantes.
La puso en su cuello y sonrió, dejando que pequeñas lágrimas rodaran por su rostro. Con cuidado, las secó para no dañar el hermoso maquillaje.

—Listo, futura Luna, usted está perfecta. Un coche a la espera para llevarla. Su padre dijo que la esperaría allá —anunció el maquillador, y ella no lo vio extraño; no era un secreto que su papá la detestaba, aunque en el fondo de su corazón imaginó que podría portarse bien, al menos por ese día especial para ella.

«Estás preciosa, Aria», habló a través del vínculo su loba, emocionada porque pronto sería la luna que tanto le gustaba. Era de color gris y ojos amarillos, hermosos como nadie; su olor y su voz eran todo para Kendra.

—Estamos hermosas, Kendra, porque hoy es el primer día del resto de nuestras vidas. Hoy todo cambiará, ya lo verás —sonrió de nuevo y dio una vuelta para ver cómo su vestido ondeaba en el viento.
Su risa le dio vida al silencio de esa casa. No quedaba nadie más que ella, pues todos se habían adelantado.

La joven salió hasta el coche que la esperaba. Le sonrió al hombre que le tendió la mano y se sentó en la parte de atrás. Cuando el auto arrancó, el corazón empezó a latirle sin medida; las manos le sudaron y sus ojos picaban por llorar. Todo era tan precioso.
Habián carteles diciendo: «Bienvenida, amada Luna». Al parecer, ya todos la habían perdonado, y esa sensación le arrugaba el corazón igual que una pequeña pasa.

—Llegamos, señorita —el hombre la observó y luego desvió la mirada.

Cuando llegó a la manada, todo estaba decorado con rosas rojas y flores exóticas. Ella hubiese preferido una decoración en rosas blancas, pero igualmente estaba precioso.
Había lujo, cristales; la entrada tenía una alfombra roja especialmente para ella.
Caminó sola por ese pasillo; su padre ni siquiera se posó a su lado, pero nada dañaría este momento.

Toda la manada estaba presente. Fijaron sus ojos en ella y comenzaron los murmullos. Su corazón vibró al verlo en el altar, hermoso en un traje negro que lo hacía ver más guapo de lo que era; su cabello bien peinado hacia atrás, la manera en que la tela se abrazaba a su piel.
Él no paraba de verla, sus ojos queriendo leer su alma. Hacía un esfuerzo enorme por no llorar, porque no quería arruinar el maquillaje.

A un lado, en los primeros puestos, estaban los padres de Darius. También estaba su padre, su madrastra y su media hermana; la veían con una sonrisa extraña.

«No te fijes en nadie más que no sean nuestras parejas, mi niña», aconsejó su loba, y ella no tenía la intención de desobedecerla.

—Madre, hoy sabes… feliz de ser que tú siempre has querido eso. Aunque no te conocí, lo siento en mi corazón —susurró antes de quedar de frente a su futuro esposo.

Le regaló una hermosa sonrisa, pero él no se la devolvió. Su mirada se oscureció aún más, su mandíbula se tensó y estiró la mano hacia ella.
Sin darle importancia a los humanos, fue a tomarla, pero él le dio un manotazo que la sorprendió. Toda la manada estalló en cuchicheos y algunas risas bajas.

—¿De verdad pensaste que yo, el alfa de Moonshades, sería capaz de desposar a la asesina de mi hermana? —levantó su voz. A pesar de las risas de fondo, ella solo se centró en lo que decía él. No importaba nada más.

Lágrimas comenzaron a caer por su rostro y un nudo se le hizo en el pecho. Negaba sin saber qué decir; tal vez se había quedado dormida en el camino, porque esto debía ser una pesadilla… o eso deseaba ella.

—Amor, ¿qué dices? —suplicó esperando una explicación, pero jamás esperó lo que siguió después.




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