Loba traicionada

Él

Aria se alejó del bullicio de la manada, esa gente que jamás la había querido, ese montón de bocas que la buscaban por cosas que ni siquiera sabían. Toda su vida fue así: ella era lo que los demás decidían que fuese. Su padre dictaminó que ya era la culpable de la muerte de su mamá; su madrastra y media hermana dictaminaron del poco amor de su padre hacia ellas.
Darius y toda la manada habían decidido que ella era la asesina de Aveline, y ni siquiera se imaginan que ella perdió a su lobo por tratar de salvarla. No había nada que ella no fuera capaz de hacer por su amiga, que fue la única que la quiso.

Ella se alejó de ese lugar donde se celebraba esa maravillosa boda. Escuchaba, con lágrimas en los ojos desde la acera del frente, los aplausos y los vítores de alegría. Su alma se estaba pudriendo por dentro; apenas y podía aullar.

—Debes ser fuerte, Kendra, no me dejes tú también —sollozó, con la voz tan dolorosa. Sus manos seguían rompiendo el vestido; quería sacar a Darius de su corazón tal y como arrancaba los pedazos de su traje de novia.
Tirada en el suelo y con el maquillaje corrido, seguía intentando salvar a su loba.

Ella concentraba la fuerza que había descubierto días antes que poseía. No sabía cómo utilizarla, pero se concentró en salvar a su loba de alguna manera.

—Basta, Aria… Déjame morir. Ya yo era débil y ahora no soy más que un cuenco vacío.

Ella quería hacerla entender. No deseaba seguir existiendo; su mate la había rechazado, había acabado con la poca vitalidad que le quedaba.

—No… No quiero, no me dejes —suplicó con la garganta desgarrada, aunque sabía que, tal y como todos en su vida, también iba a desaparecer.
Un gran cúmulo de energía se formó en el centro de su pecho. Kendra dejó de hablar; ya no se conectaba a su link, pero sí podía percibir que estaba allí.

—Kendra… Kendra, háblame —gritó llena de furia, de dolor.

Se quedó en silencio, igual que su lobo. Sus lágrimas manchaban su rostro, pero ella no se movía. Era una imagen verdaderamente patética: el vestido de novia rasgado, el maquillaje corrido y el peinado deshecho, aunque nada le importaba.

Los novios comenzaron a salir. Detrás de ellos, la gente aplaudía. Su padre la observó, al igual que el padre de Darius.
Había en ellos una paz asquerosa, porque sentían que habían vengado la muerte de su adorada Aveline.

Ella no los tomó en cuenta; trató de bloquear cada risa y burla y evitó la mirada de Darius.
Un coche se paró frente a ella. Todos hicieron silencio; el ambiente cambió, se puso espeso. Hasta las nubes se colocaron de un tono gris con su llegada, o al menos así lo percibieron algunos.

El hombre que conducía bajó y abrió la puerta de atrás, dejando emerger a un hombre de casi dos metros de altura, cuya presencia era tan innegable como el día mismo.
Su cabello oscuro caía sobre sus hombros con una elegancia desenfadada, enmarcando un rostro de facciones marcadas y duras que reflejaban una seriedad infinita. Sus ojos, profundos y observadores, escanearon brevemente el entorno con una mueca de desdén antes de posarse en su destino. Vestía una camiseta negra que se ajustaba a su poderosa complexión, y sus brazos estaban adornados con tatuajes detallados de lobos y diseños tribales, cada uno una obra de arte por sí misma. Unos vaqueros oscuros completaban su atuendo, dándole un aire de autoridad.
Se acercó con una pisada firme y decidida, su figura proyectándose con una presencia que dominaba el espacio a su alrededor. No había prisa en sus movimientos; su mirada estaba fija en ella. Apretó los dientes y clavó sus ojos en los de Aria.

La joven le mantuvo la mirada, pero no había rabia, arrogancia o alguna forma de lucha. Ella se había rendido; le daba igual lo que ese ser le hiciera. Al contrario, pedía a gritos ser parte de la colección de esposas muertas que decían que tenía.

La gente a su alrededor le hizo reverencia y guardó silencio y compostura. Nadie en su sano juicio deseaba molestar al rey supremo.
Pero a ese hombre no le importaba la presencia de ninguno de ellos. Estiró su mano hacia la joven, y ella, sin resistirse, tomó la de él.

—Vamos… —informó con un tono grave y rasposo. Daba miedo solo con escucharlo.

Él se detuvo un momento al notar que la joven no volteó a despedirse de nadie. Normalmente había llantos, abrazos de despedida y hasta escenas cursis con discursos.
Pero esta vez, la joven a la que se estaba llevando no tenía la mínima intención de dirigirle una mirada a esa gente.

—¿Qué? ¿No te piensas despedir de tu familia? —preguntó.
Observándolo desde su altura, ella era unos veinte centímetros más baja que él.

—Yo no tengo familia.
La declaración dejó a más de uno impresionado. Ella podía ser la culpable de muchas cosas, pero siempre intentaba perdonar a todos.

El rey supremo no podía entender por qué no había lucha, aunque agradecía que fuera así; no tenía tiempo para el drama.

Aria entró, y al cerrarse la puerta sabía que su vida estaba sellada. Pero no siguió llorando: no tenía más lágrimas ni nada que perder. Unas personas nacían para estrellas y, al parecer, ella había nacido para ser estrellada toda su vida. O eso pensaba la joven.

Afuera, las personas observaban el vehículo desaparecer e imaginaban el momento en que llegara la noticia de su muerte. Ese hombre era conocido con infamia.

—Te he vengado, hermanita —susurró Darius, aunque algo en él también se había roto. Le faltaba esa persona que se alejaba ante sus ojos.




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