El vehículo, después de varias horas, entró a una colonia inmensa, habian casas hermosas, mansiones y un paisaje muy impresionante. Aria apenas giró su vista hacia la ventana, lo que no le provocaba alguna reacción; ella estaba segura de que iba directo al matadero.
El hombre a su lado seguía igual, como una estatua de hielo frío y sin dirigirle la mirada. A él le inquietaba el hecho de que ella no le temiera; todas las chicas que lo habían acompañado le temían, excepto la que iba a su lado.
Las personas se apartaban cuando veían llegar el auto, de inmediato se equivocaban con una postura recta en señal de respeto o, tal vez, de miedo. Recorrieron todo ese reino, pero ella quitó la mirada y la puso al frente.
Se podía sentir la tensión en el ambiente.
—Llegamos, su majestad —comentó el chófer, y un enorme castillo apareció ante ella. No se molestó en admirarlo porque, de seguro, la llevarían a algún calabozo.
—Vamos... —la voz del hombre volvió a resonar; era tan gruesa y ronca que hacía erizar a cualquiera.
—Su majestad, señorita... —un mayordomo les dio la bienvenida, y Aria dejó su vista clavada en la nada; ya no quería ser cordial como siempre lo había sido.
La mano del rey se posó en su espalda y la hizo caminar hasta el gran salón. La mente de la joven era un mar de desolación; no quería nada más.
—¡Pero por la diosa Luna, qué te pasó, pequeña! —una mujer hermosa y elegante se plantó delante de ella y, sin esperar permiso, la estrechó en sus brazos.
Esa acción tomó por sorpresa a Aria; no entendía por qué lo hacía, tal vez era otra burla más.
—¿Qué sucede, pequeña? Cuéntame qué sucedió —la mujer acarició su cabeza. Detrás de ella, el rey se quedó atento a la respuesta.
No hubo palabras por parte de la joven, pero temblaba en silencio.
—¿Qué le hiciste, Herodes Nightwolf? —una joven de cabello negro y ojos grises corrió hacia Aria.
—No digas estupideces, Dalila —gruñó el rey a la hermana menor.
—No llores, cariño, vamos a tu habitación. Es hermosa; yo ayudé a decorarla —sonrió dulcemente la joven, y Aria abrió los ojos, impactada.
—¿No me van a matar? —preguntó, pero no con miedo, más bien con resignación y hasta anhelo.
Todos se observaron, hasta un hombre parecido al rey, pero un poco más mayor. Después de eso, se carcajearon por las ocurrencias de ella.
—¿Matarte? ¿Por qué haríamos eso? Esa es la razón de tus lágrimas —preguntó la mujer que la abrazó primero; sus ojos eran negros y su cabellera espesa y oscura, aunque su piel era clara y delicada.
Aria negó y su mirada se volvió a inundar de lágrimas.
—Mi loba... ella murió —dijo con su labio inferior temblando.
El hombre mayor se acercó de inmediato a ella.
—¿Ocurrió hoy? —su voz, parecida a la del rey, hizo que ella lo mirara.
Aria asintió, y el ambiente se salió de control.
—Liora, amor, siéntala hasta que venga Kael —dijo el hombre a la mujer de cabello negro y ojos iguales; pero el rey no dudó en acercarse y cargarla en brazos.
Sin decir nada, subió las escaleras; detrás de ellos, escuchaban pasos y voces preocupadas.
El rey Herodes llegó hasta una puerta de madera oscura y el pomo dorado; no esperó para abrirla.
Aria ni entendía por qué tanto alboroto; detalló la habitación oscura y la enorme cama de sábanas negras. Allí la dejó con cuidado y habló con una voz de ultratumba:
—Kael, ya —fue todo lo que dijo, para que unos minutos más tarde un hombre de cabello casi blanco con los ojos azul turquesa apareciera.
—Su majestad, disculpe, aquí estoy —comentó caminando hasta la jovencita. Su mano se puso en su frente y, al instante, ella cayó de rodillas; le dolía ver lo que le ocurría.
—Esto es terrible, pequeña, pero ya estoy aquí —la calmó, y Herodes gruñó con molestia.
—Te voy a hacer relajar y vas a dormir; no te preocupes, es necesario para que tu loba sobreviva.
Esas fueron las últimas palabras que oyó Aria antes de caer en la oscuridad total.
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Editado: 02.11.2025