Aria ha permanecido en un profundo sueño durante cuatro días, y todos en el castillo están muy preocupados.
Sigue acostada en la cama del alfa; la hermana y la madre del rey no se han separado de esa joven tan dulce.
Kael, el hechicero del reino, la hizo caer en ese estado porque la oscuridad y el dolor la estaban consumiendo.
—¿Cómo sigue ella, Kael? ¿Despertó? —preguntó la madre de Herodes, con el rostro lleno de preocupación y su voz cálida, al hechicero cuando salió de la habitación.
—Sigue igual, su alteza. La joven se está dejando ir. El hechizo que usé es el más poderoso para ayudarla, pero ella debe querer regresar —informó el hombre, y Dalila se levantó frunciendo el ceño.
—¿Por qué no querría vivir? Esto es ilógico, es hermosa y se ve muy amable, aunque también dolida —la hermana del rey entristeció sus ojos.
—Dalila... Esa joven sufrió mucho. No pude ver todo con claridad, pero lo poco que vi me pegó mucho. Está destrozada —explicó Kael, y Herodes dejó el vaso con más fuerza de la necesaria.
—Necesito que la despiertes. ¿Eres hechicero, no? Haz tu maldito trabajo —bufó y se levantó de la mesa.
—Calma, hijo... Sabes que Kael es muy bueno en lo que hace —Eros, el padre de Herodes, trataba de tranquilizarlo.
De pronto, voces se escucharon desde atrás, y un hombre apareció riéndose.
—Ya llegué. Casi no salimos de allí; esos desgraciados están más fuertes que nunca —comentó el joven. Su cabello castaño y sus ojos azules iluminaban el lugar.
—Qué bueno que llegaste, mi bebé —Liora abrazó a otro de sus hijos, Elías, su segundo cachorro.
—Lo hice, ya quería estar aquí. ¿Y dónde está mi mujer? No quería casarme aún, pero si es lo que me toca, lo haré feliz —se acercó y saludó a su padre.
—Tú no te vas a casar, no quisiste, ¿recuerdas? —Herodes dio un paso hacia él.
—Y tú me dijiste que eras el rey y tú decidías, ¿lo recuerdas, su majestad? —lo molestó, y los puños de Herodes se apretaron mientras gruñía.
—Pues no. Mi futura esposa está en mi habitación, así que no molestes —el padre de ambos se rió y compartió una mirada cómplice con su esposa.
—¿Te vas a casar? ¿Dónde está esa mujer? Quiero conocerla —soltó con ironía el joven de cabello castaño.
—No, Elías. La joven está en un estado de sueño por seguridad —Dalila se levantó y abrazó a su otro hermano. Su rostro estaba triste; esa chica le había caído muy bien.
—¿Pero por qué está así? ¿Qué sucedió? —preguntó lleno de curiosidad—. ¿Puedo verla?
—Está dormida, ¿no entiendes? Está en mi habitación, y no, no puedes verla —espetó con molestia Herodes, pasándose las manos por el cabello y amarrándose una media cola.
Ambos hermanos se quedaron mirando por un momento. Así era el rey: su carácter no era muy cordial que digamos. Tenía fama de no tener paciencia, y su hermano, por otro lado, era una bomba de alegría.
—¿Dónde estoy? —murmuró una voz adormecida desde la mitad de la escalera. Era Aria; tenía puesta una bata de dormir con flores, la cual le había colocado la madre del rey.
Trató de dar otro paso, pero se tambaleó un momento; eso fue suficiente para que Herodes corriera hasta donde ella estaba. Tenía que ayudarla. Ella se apoyó en él, y se quedaron viendo un momento. La joven frunció el ceño sin saber dónde estaba.
—¿Por qué saliste de la cama? —el tono de Herodes era firme, y sus ojos comenzaron a detallarla, buscando alguna herida o mueca de dolor en su rostro.
—Lo siento, pero no sé dónde estoy. Usted es el rey, pero debería estar en un calabozo, y estaba en una cama negra... —siguió murmurando incoherencias.
—Kael, la voy a llevar de regreso a la habitación. Ven a revisarla. Dalila, por favor, consíguele algo de comer —la volvió a tomar en brazos. No pesaba nada, y mucho menos para él, que era un ser tan fuerte.
La joven se apoyó en su pecho al sentirlo tan caliente y acogedor. No tenía idea de qué iban a hacer con ella, pero en ese momento se podía decir que estaba segura.
El hombre, sin esperar más, entró a la habitación y la volvió a dejar acostada en la cama, pero esta vez no se levantó; se quedó sentado a su lado.
—¿Esta habitación es mía? —preguntó, pues observó la decoración en las paredes: tonos gris oscuro y gris claro, la mayoría de los muebles negros, y el piso de un tono negro marmoleado.
—Sí, es nuestra —se acercó a ella y tocó su frente para sentir su temperatura corporal, pero estaba bien—. Ya no estás ardiendo de fiebre, por lo menos —continuó con tranquilidad, mientras la joven, con los ojos abiertos, nunca imaginó que dormiría en esa habitación, y menos con el rey.
—¿Nuestra? —balbuceó de nuevo, con la confusión brillando en sus ojos.
—Sí, tú eres mi futura esposa. ¿No te lo dijeron? —preguntó, ya perdiendo la paciencia, y ella asintió.
—¿Y cuándo me va a matar? ¿Después de la boda? —la pregunta de la chica lo hizo ahogarse, sin comprender.
Desde atrás se escucharon risas; al parecer su madre y su hermana, junto a su hermano y el hechicero, habían ido para ver cómo estaba la pequeña Aria.
El hombre giró el rostro y los miró con una amenaza velada.
—Pequeña, ¿quieres dejar de decir que te van a matar? Aquí nadie te va a hacer daño —la madre del rey se acercó y tocó su rostro con la punta de los dedos.
—Pero... pero... los rumores dicen que el rey mata a sus esposas —esta vez fue Elías quien soltó una sonora carcajada; su padre, que apenas venía entrando, le dio un golpe en la cabeza para que no se burlara de su hermano.
—¡Auch!... ¿Qué pasa? Yo no tengo la culpa de que, por el rey estar buscándole esposas a todo el reino, crean que mata o colecciona esposas.
La joven no sabía cómo reaccionar ante todo lo que escuchaba, y no era por lo que se acababa de enterar, sino por la tranquilidad y felicidad que se sentía en ese ambiente.
—Hola, Aria, ¿me recuerdas? —el hechicero se acercó a ella, mientras la joven movía la cabeza en señal de afirmación—. Bueno, ahora sí estás mejor; ya tu alma no está en peligro, simplemente estás en reposo —sonrió, intentando tocarla, pero Herodes le detuvo la mano con fuerza.
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Editado: 02.11.2025