Una semana después Aria pudo por fin salir; necesitaba hacer algo más que quedarse sola en esa habitación. Un vestido lila con flores blancas descansaba en su cuerpo y se había recogido el cabello en una media cola; su piel era tan delicada que parecía un ángel.
—Aria, por fin Herodes te dejó salir —dijo Dalila—.
Dalila, la hermana del rey, era una explosión de alegría pura, su cabello azabache hacía que sus ojos resaltaran.
—Sí, bueno, simplemente salió a una reunión y yo aproveché para salir —sonrió de forma dulce y amable; esta gente no merecía su desprecio, se había dado cuenta de la calidad de persona que eran.
—Vamos a desayunar, mis padres querrán verte —Dalila la jaló casi corriendo y ambas llegaron hasta donde la mesa ya estaba servida.
—Buenos días, majestades —saludó; pero la madre de Dalila se acercó y la abrazó de forma cariñosa.
El aroma de rosas inundó los sentidos de Aria; ese abrazo era tan cálido que su corazón se apretó y queria romper en llanto. Jamás había sentido uno así.
—Hija, por fin pudiste salir; Herodes no deja entrar a nadie —comentó sin dejar de acariciar su cabello platinado. La antigua reina y madre de Dalila observó los ojos llorosos de la joven y se preocupó al instante—. ¿Te apreté muy fuerte, dulce Aria? ¿Por qué lloras? —acarició su rostro con delicadeza.
—No, Su Majestad, es que...
—Dime por mi nombre o, mejor, llámame mamá —ofreció la amable mujer.
Aria lloró más fuerte; esta vez se colgó de su cuello y la apretó, dejando que su calidez la calmara. Hacía mucho que no sentía que alguien la apreciara y aquel simple gesto la derrumbó.
—¿Qué ocurre, mi niña? —el padre de Dalila también se acercó y tocó su espalda para tranquilizarla—. Si Herodes se atrevió a hacerte algo, dímelo ya; no voy a permitir que nadie te lastime, chiquita. —Lejos de tranquilizarla, esto hizo que la joven llorara aún más y nadie entendía por qué.
De pronto se escucharon voces: eran las de Kael, Elías y Herodes, que se acercaban a tomar el desayuno.
Herodes oyó el llanto de su futura esposa y se apresuró a ver qué sucedía; verla llorar casi le hizo perder el control; no podía imaginar que la dañaran.
—¿Qué sucedió, Aria? —con un movimiento rápido ya estaba a su lado; la arrancó de los brazos de su mamá y, sin importar que lo vieran, la estrechó contra su pecho. Sus manos se movieron a su espalda tratando de calmarla y luego se alejó un poco para levantar con sus dedos la barbilla de su futura esposa y limpiar sus lágrimas, pasando sus dedos con cuidado—. ¿Te ha hecho algo? ¿Qué ocurre? ¿Quieres descansar? —No sabía qué más hacer para que no llorase.
La pequeña Aria al fin logró calmarse y negó con la cabeza; sus ojitos azules seguían llenos de lágrimas.
—No me hicieron nada, es solo que... —negó, avergonzada; no quería decir la tontería por la que lloraba.
—Dime, Aria: la gente no llora por nada —a pesar de que su tono era oscuro, él estaba preocupado.
—Todos me han tratado tan bien y hasta me dio un abrazo —murmuró, observando a la señora de cabello oscuro.
—A ver, un momento: ¿cómo puedes ponerte así por un abrazo? ¿Tus padres no te abrazaban? —Elías se acercó un poco y ella bajó la mirada. Un silencio tenso se adueñó del comedor.
—No... mi padre... él jamás me abrazó —sentía que le picaban los ojos por las lágrimas.
—¡Qué imbécil! Pues te voy a dar mil abrazos —dijo Elías, acercándose más, aunque no pudo avanzar por la mirada helada de su hermano.
—No te atrevas —replicó Herodes; a pesar del momento serio, Dalila no pudo evitar reírse; Elías siempre quería sacar de quicio a Herodes.
Los brazos del hombre la volvieron a estrechar y, aunque su rostro no era el más dulce, el calor y la suavidad con que lo hizo le dieron calma a Aria.
—No debes llorar por eso, pequeña; aquí tienes una familia y ya te dije: puedes llamarme mamá —sonrió la mujer, llegando hasta ella y acariciando su cabello—. Y tu madre... ella tampoco te abrazaba —las palabras de la antigua reina entristecieron de nuevo los ojos de la chica.
Aria negó lentamente e instintivamente; sin importarle los avisos y rumores apretó más a Herodes antes de contestar.
—Yo maté a mi mamá por eso; mi padre me odia —susurró, y todos negaron de inmediato; lo poco que la conocían les bastaba para saber que no era capaz de eso.
—Eso no puede ser, Aria: eres demasiado amable para hacer algo así —se indignó Dalila.
—Sí puede ser; mamá murió al darme a luz y papá me ha culpado desde entonces. Yo la maté —reprimió un sollozo que se quedó atascado en su garganta.
La confesión dejó a todos helados; Herodes sintió a su lobo inquieto, odiaba ver a aria triste. El gruñido de Herodes y de Zeus, su lobo, resonó en el lugar.
Zeus era conocido por ser letal, cada vez que se hacía presente todos le huían, pero en este momento se hizo presente por la pequeña chica.
—Es un bastardo, ¿cómo pudo culparte de eso? —la mirada del hombre cambió; sus ojos eran mitad rojo y mitad negro, prueba de que ambos estaban presentes—. Nos vamos a sentar y nos vas a contar qué más sucedió; nadie te toca, Aria.
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Editado: 02.11.2025