Aria se secó las lágrimas con el dorso de la mano y respiró hondo. Todos esperaban en silencio, sin atreverse a moverse. Herodes no apartaba la vista de ella; había algo en su mirada que no era solo interés, sino un instinto feroz de protegerla de todo lo que aún no había dicho.
—No fue solo mi padre —dijo al fin, con voz temblorosa—. Siempre fui la mancha de la manada.
Dalila frunció el ceño.
—¿Por qué dices eso, Aria?
—Porque me acusaron de algo que no hice. Yo era la viva imagen de mi madre —respondió con un hilo de voz—. Mi madrastra me odiaba por eso. Mi padre, el beta de la manada, nunca me defendió. La culpa de su muerte siempre cayó sobre mí, aunque yo solo era una bebé. Él seguía amando a mi madre, y cuanto más lo hacía, más me despreciaban. Su hija, mi hermanastra, se burlaba de mí cada vez que podía. Nadie me defendía. Nadie, excepto Aveline. —Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa triste—. Ella era la hija del alfa, la única que me trató bien y me protegió.
El silencio se hizo más denso. Herodes apretó los puños; Zeus estaba inquieto.
—Aveline era mi mejor amiga —continuó Aria—. Me llevaba al bosque para entrenar, me contaba lo que soñaba para el día en que su loba despertara. Decía que correríamos juntas bajo la luna. Pero un día… todo cambió.
Sus ojos se perdieron en algún punto del aire.
—Era una tarde tranquila. Fuimos al bosque, como siempre. Pero aparecieron vampiros. Intenté protegerla. Solo tenía dieciséis años y todavía no tenía a mi loba. Intenté forzar la transformación, pero era demasiado pronto. La presión fue tan grande que mi loba quedó atrapada dentro de mí. Sentí cómo su voz se rompía en mi mente… y luego todo fue oscuridad. Me desmayé.
Herodes bajó la cabeza; su mandíbula marcaba tensión.
—Cuando desperté… Aveline ya no estaba —susurró—. Y junto con ella había desaparecido la piedra sagrada de la manada, la que protegía al clan desde hacía generaciones.
Elías maldijo en voz baja.
—¿Te culparon de eso?
Aria asintió.
—De todo. Dijeron que había traicionado a la manada, que entregué la piedra a los vampiros y que dejé morir a Aveline. Mi padre, el beta, no me defendió, no dijo nada para evitar mi castigo. El alfa me exilió. Me mandaron a una cabaña apartada del bosque, donde debía “pagar por mi crimen”.
La reina contuvo un sollozo.
—¿Cuánto tiempo estuviste allí?
—Dos años. Tenía que buscar mi comida, cortar la leña, lavar la ropa de la manada cuando me lo ordenaban. Nadie me hablaba. Nadie me miraba. Solo los guardias que me vigilaban a lo lejos para asegurarse de que no huyera. Pasé dos años en silencio, sola… hasta que apareció mi loba Kendra cuando cumplí dieciocho años, pero el esfuerzo que había hecho para defender a Aveline ya la escuchaba, pero no podía transformarme.
Herodes la observaba sin pestañear. La voz de Aria se volvió apenas un susurro.
—Y entonces… él apareció. Darius. El hijo del alfa. Ya era el nuevo líder de la manada.
—¿Tu destinado? —preguntó Kael.
Aria asintió con un temblor en los labios.
—Sí. Cuando lo vi, mi loba enloqueció. Era mi mate. Lo supe en el instante en que me miró. Creí que todo cambiaría, que el castigo había terminado. Me sacó de la cabaña, me llevó de nuevo a la casa de mi padre. Me habló con ternura, me prometió que el pasado quedaría atrás. Durante un mes, me hizo sentir amada, protegida… viva. Preparábamos la boda, o eso creí.
Dalila la miró con indignación; no podía soportar lo que oía.
—¿Qué pasó después?
—Apareció Atenea. —El nombre salió de sus labios con veneno—. Me hicieron creer que era la decoradora, pero en realidad era la hija de una familia poderosa de la manada. Siempre había sido la novia de Darius. Fingió ayudarme con los preparativos, pero cada decisión la tomaban ella, mi madrastra y mi hermanastra. Yo solo pude elegir mi vestido… uno blanco, cubierto de cristales, el mismo que llevaba puesto cuando llegué aquí.
Herodes apretó los dientes. El aire a su alrededor se volvió tenso.
—Y el día de la boda… —continuó Aria, la voz rota— entré sola. Mi padre ni siquiera quiso acompañarme. Caminé hacia el altar, donde Darius me esperaba. Pero cuando llegué a su lado, Atenea apareció… vestida de novia. Y frente a todos, Darius anunció que jamás se casaría con una asesina. Que Atenea sería su esposa, su reina. Me llamó desgracia, dijo que nunca permitiría que la asesina de su hermana se volviera reina.
El silencio se volvió insoportable.
—¿Su hermana? —susurró la reina.
Aria asintió, temblando.
—Aveline —dijo apenas—. Aveline era su hermana.
Dalila llevó una mano a la boca; los ojos de Herodes se tornaron rojos en los bordes. Su lobo rugía dentro de él.
—Me rechazó frente a todos —continuó Aria—. Cuando un alfa rechaza a su destinada, la loba sufre. La mía… apenas respira. Cada día la siento menos —sollozó.
Zeus gruñó a través del link, un sonido grave que hizo vibrar el aire. Herodes la miró con sus ojos oscurecidos, tenía rabia, no contra ella, sino contra los que le habían hecho daño.
—Entonces —dijo con voz baja y firme—, fue él quien te destruyó. No tú.
Aria lo miró, sorprendida por la intensidad en su tono.
—Intenté explicarle —susurró—. Intenté contarle lo del bosque, pero nadie me escuchó. Todos prefirieron odiarme. Después de la tragedia no perdí a Aveline, quedé sola, sin nadie que me protegiera o se preocupara por mí —ella sacó las lágrimas que se le acumularon en los ojos—, por eso mi padre me mandó a ti, el de verdad que usted mata a sus esposas, quería deshacerse de mí —miró al rey.
Herodes se levantó lentamente, su sombra cubriendo la mesa.
—Ahora sí lo tienes, Aria —dijo con firmeza—. Nadie más volverá a humillarte. Darius, tu padre, Atenea… todos pagarán lo que te hicieron.
Zeus gruñó en aprobación. La reina se acercó y la abrazó. Dalila lloraba en silencio; Elías desvió la mirada para ocultar una lágrima.
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Editado: 02.11.2025