Todos habían terminado de comer en la mansión del reino Luna Escarlata. Aria subió a su habitación a cambiarse y Herodes esperó pacientemente afuera mientras lo hacía. Una vez estuvo lista, se sentó en la cama y él también entró y tomó un lugar cerca de ella.
El aire se llenó de un ambiente cálido; a pesar de que su relación no era la más amorosa de todas, se llevaban bien.
Él la detalló por un instante: cabello rubio platinado, pero no chillón, más bien suave y delicado, igual que ella; su piel blanca e inmaculada, y esos hermosos ojos que lo hacían perder, de un azul perfecto casi irreal. Sus labios parecían hechos a precisión por un artista; tenían una forma de corazón envidiable y no eran ni muy delgados ni muy gruesos.
—¿Qué te sucede? —preguntó, y ella se sobresaltó; tenía miedo de que él pudiera leer su mente, porque efectivamente sí quería decirle algo.
—Es que... ¿es necesario casarnos? —preguntó, haciéndolo fruncir el ceño.
Un resoplido brusco salió de Herodes, haciendo que el cabello de la joven se volara un poco.
—Por supuesto que sí, ¿por qué preguntas? —Él no entendía su negativa a casarse con él.
—Por nada, olvida lo que dije —desvió su mirada, y él se acercó hacia ella.
Herodes no podía quedarse; sí necesitaba saber qué estaba sucediendo.
—Ahora me vas a decir qué ocurre —utilizó su voz de real; era aún más intimidante que la de los alfas normales.
El cuerpo de la joven se estremeció y siguió la orden inconscientemente.
—Es que... yo... no quiero volver a pisar una iglesia, tampoco los preparativos; no quiero —sus ojos brillaron al recordar el infierno que pasó.
El hombre la observó; la rabia hervía bajo su piel, detestaba que ella pensara en lo que le ocurrió, que pensara en ese hombre que le hizo daño.
Sin darle oportunidad, se inclinó sobre ella, acorralándola con ambos brazos. Ella, en una reacción inmediata, se echó hacia atrás; al estar acostada, ambos se quedaron mirando, el corazón de Aria latía en su pecho con locura. Herodes era intimidante, y no solo por su cuerpo enorme y la manera en que se marcaban sus brazos, y mucho menos por el cabello largo que le caía a los lados de la cara; era su sola presencia.
—No te permito que me compares con ese maldito imbécil —acercó más su rostro a ella, tanto que su aliento mentolado llegó a sus fosas nasales y ella lo percibió, dejando escapar un pequeño jadeo—. Tú eres mía, y serás mi esposa, mi mujer y la reina de todas las manadas.
Quitó la mirada de los ojos de la chica y la llevó hasta sus labios. No había querido hacer ningún movimiento, ni mucho menos forzar un acercamiento entre ellos, para darle tiempo a que sanara, para que se acostumbrara a que sería de él, pero ahora mismo necesitaba dejarle claro que cada fibra de su cuerpo pertenecía a él y a Zeus, su lobo.
Acortó la distancia entre ellos y la besó, dejando que sus labios se movieran con ímpetu y agilidad. Por un instante, ella no hizo movimiento alguno, no correspondió, pero luego se permitió disfrutar de su futuro esposo; quiso saber qué se sentía ser besada por deseo y no por un maldito juego.
El cuerpo de Aria tembló; no entendía por qué su corazón se desesperaba tanto cuando él estaba cerca, pero ella no tenía opción: era de él, le pertenecía. Y aunque en parte era un deber, no quería estar en otro lado.
Herodes se detuvo para dejarla respirar, porque él podía pasar mucho tiempo besándola y ella se quedaría sin aire. Acarició suavemente su rostro, aunque eso no cuadrara con la intensidad de sus ojos.
—Ahora quiero que te levantes y vayamos a recorrer tu reino —ordenó serio, pero el beso aún se sentía en sus labios.
—¿Puedo pedirte algo? —susurró ella bajo.
—¿Dime cuál estrella quieres? —respondió, y ella contuvo la risa.
—No quiero ninguna estrella, solo... deseo que me ayudes a entrenar. Sí voy a ser la reina, quiero defender también a la manada.
La petición de la chica golpeó fuerte a Herodes; él no podía permitir que ella estuviese cerca del peligro, no lo iba a soportar.
—No...
—Pero... por favor.
—Esos bastardos son muy crueles; estarás a salvo aquí —declaró, y ella replicó:
—Por favor, no quiero ser un adorno más en el reino. Además, tengo poder, solo necesito que me ayuden a controlarlo —su tono dulce hacía imposible que cualquier pedido de ella fuese incumplido.
—Es demasiado peligroso —volvió a responder.
Aria batió sus pestañas y, no sabe por qué, rodeó el cuello de él con los brazos.
—Por favor... —lo miró a los ojos, y él bufó rendido.
—Bien, yo te entreno y que Kael te ayude con tu magia, pero debes hacer lo que te diga; los vampiros son peligrosos.
—Yo maté a uno de ellos con rayos que salieron de mis manos —comentó con orgullo brillando en sus ojos.
—¿Qué? ¿Te enfrentaste a esos desgraciados sola? —le tomó las mejillas y ella se estremeció—. No lo vuelvas a hacer, jamás. Debes prometerlo.
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Editado: 02.11.2025