Aria se giró para ver a Herodes. Con el cabello recogido en una coleta, se veía diferente, más tranquilo.
—Tú... Pensé que los hombres no hacían esas cosas —susurró, bajando la mirada. El rey Herodes levantó una de sus cejas.
—¿Por qué no podrían hacerlo, si se supone que son los que se casan? —Caminó hasta ella y tomó su mano. Esto no pasó desapercibido ante los ojos de la madre del rey, quien estaba a nada de pegar un grito de emoción.— Vamos, Dalila, llévanos de una vez a probar esos pasteles.
Dalila se volteó para ver a su madre y abrió los ojos a la par que gritaba en silencio.
Minutos más tarde, los tres se encontraban en la sala con personas que mostraban pasteles para que los probaran.
El cuerpo de Aria estaba rígido; en su interior había una pequeña duda, el miedo de que la hicieran pasar por otra vergüenza.
Herodes, quien sostenía su mano, percibió la manera en que el cuerpo de su futura esposa se tensaba.
—¿Qué ocurre, cachorrita? —murmuró entre dientes, solo para que ella lo escuchara.
Ella se quedó un segundo en silencio antes de poder contestarle.
—Lo siento, pero no pueden culparme por no querer estar tranquila con todo esto —apretó más fuerte la mano del hombre y sus ojos se llenaron de lágrimas—. Tengo miedo... Pienso que me van a volver a dejar plantada. Llámame loca, si quieres; no puedes rechazarme porque no soy tu destinada, pero si aparece tu destinada, ¿dónde quedo yo?
Herodes emitió un gruñido lo suficientemente alto para que los organizadores y su hermana Dalila les dieran algo de espacio.
Una vez estando solos, la tomó de ambas mejillas. Ya no sabía qué hacer para que ella dejara de tener dudas, pero, en parte, era su culpa.
«¿Ves, idiota? Tú vives hablándole como si le tuvieras rabia; tienes que ser más dulce», Zeus le reclamó a través del link, y él, aunque no lo iba a reconocer, sabía que era cierto.
—Creí haberte dicho que no me compararas con ese idiota. Jamás te haría eso —llevó una de sus manos a la nuca de ella y, ahuecándola, la acercó a sus labios. Dejó que su lengua la relajara.
Al separarse, ella rodeó el cuello del hombre con sus brazos. Él siempre tenía que arquearse un poco porque era más pequeña que él, a pesar de no serlo tanto.
Podía sentir lo rápido que viajaba el corazón de la joven y, aunque sabía que estaba nerviosa, le gustaba percibir sus latidos porque así se daba cuenta de que estaba bien.
—Respondiendo a tu pregunta: si aparece mi destinada, tendrá que buscar a otro destinado, porque ya yo tengo a mi cachorrita —rozó la nariz de ella con la suya y, con la cola del ojo, se dio cuenta de la cara de sorpresa de los presentes, excepto la de Dalila; ella estaba a nada de tener una crisis por felicidad.
—¿De verdad no me vas a rechazar delante de todos? Aunque, al menos, no me va a doler, porque no soy tu destinada —murmuró muy cerca de él. Los ojos de ambos cambiaron de tono, dejando claro que Zeus también estaba allí.
—Yo sé que los lobos necesitan a su mate, pero yo te necesito a ti, Aria. Solo a ti —la voz de Herodes salió con un tono de ultratumba, y ella sonrió: ese era Zeus.
—De acuerdo, entonces, si aparece tu loba destinada, la voy a volver polvo —bromeó, aún con los ojos brillosos por las lágrimas.
—Trata de sonreír siempre, cachorrita —Herodes había recuperado su cuerpo y no tardó en abrazarla; le encantaba hacerlo.
Después de ese momento, ambos regresaron con los decoradores. La torta fue escogida: mitad chocolate y mitad vainilla. Los pasapalos eran variados, porque hasta Dalila dio su opinión. Aria sentía que, de verdad, estaba siendo tomada en cuenta.
La decoración sería con rosas blancas y diamantes. Esta vez, ella iba a decidir sobre su día especial.
—La boda será en dos semanas, Aria; solo te falta el vestido de novia —comentó de nuevo, y ella movió la cabeza afirmando.
—Podemos escogerlo juntos también —sonrió Herodes, y ella casi se desmaya; no lo había visto hacerlo.
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Editado: 02.11.2025