Loba traicionada

Malas noticias

Aveline se marchó; no quería perder tiempo allí si no tenían a la persona que los podía ayudar.
Todos en la manada quedaron boquiabiertos. El antiguo alfa y padre de Aveline no podía con el dolor que presionaba su pecho. Sufrió años por la pérdida de su hija y esta había decidido irse, y no solo eso, condenó y martirizó a una joven inocente.

Cedric también estaba en shock; las palabras de la hija de su amigo lo habían golpeado muy fuerte. Estaba lleno de preguntas, no sabía ni entendía cómo no le creyó. Recuerdos de ella suplicándole llegaron a su mente, pero ya no importaba, porque él la había condenado solo por haber nacido. El dolor de haber perdido a la mujer que amó como a nadie lo cegó tanto que no se detuvo a escucharla un segundo.

Darius se alejó de todos, corrió por el bosque mientras gritaba; a cada árbol le soltaba un puñetazo y este se partía.
Los animales huían despavoridos solo de sentir el aura que emanaba. Él estaba deshecho; había dejado de lado la oportunidad que le regaló la diosa luna: su destinada, una joven dulce que ahora sabía que no estaba actuando.
Una joven que prefirió quedarse sin loba para poder salvar a la persona que creyó su amiga.

El pecho le dolía y sentía que lo abrían desde adentro. Se había casado con una mujer, lo que le importaba todo él. Estaba desesperado; a pesar de que sabía que estaba casado, corrió hacia su casa. Necesitaba calmarse y ver la manera de recuperarla, necesitaba hacerlo; ella era de él por obra del destino. Conocía los sentimientos de Aria hacia él; no sería difícil, con las palabras adecuadas, hacer que regresara, que volviese a amarlo. Aunque estaba seguro de que no había dejado de hacerlo, si es que aún vivía.

Mientras corría, Darius no paró de llorar y pedirle a la luna otra oportunidad, pero era demasiado tarde. Golpeaba todo a su paso; la furia se desató en él y su lobo salió a la superficie. Su pelaje gris volaba a través del bosque mientras corría; era de gran tamaño, y todo lo que tocaba con sus garras lo destrozaba. No podía creer que había perdido a su mate.

Todos estaban asustados porque el alfa de la manada había enloquecido. Cuando llegó exhausto y bañado en sudor a la mansión, ya su padre lo esperaba junto a Cedric; también estaba su madre, quien lloraba sin parar al enterarse de los alcances de su hija, que no le había importado hacerlos sufrir y condenar a alguien inocente por irse detrás de unos miserables.
La antigua luna de la manada sufría al ver a su hijo en ese estado. Se acercó y lo abrazó; se culpaba de que él hubiera perdido a su destinada, porque ellos, en cierta forma, lo habían llevado a eso.

—Lo siento mucho, Darius, por nuestra culpa estás atado a quien no amas —lo abrazaba su madre tratando de darle aliento.

Cedric se veía abatido; lo carcomía la culpa y el dolor. Todo era un gran caos.

De pronto, la puerta de la mansión se abrió y Atenea entró con una sonrisa en el rostro y muchas bolsas de compras, era lo que hacía a diario.
Pero esta vez, en sus manos traía algo diferente: una invitación grande con bordes dorados.

—¿Quién se murió? —preguntó con ironía, acercándose a ellos.

El ambiente se puso tenso; poco tiempo les bastó para ver de qué estaba hecha.

—Ahora no, Atenea, por favor —Darius zanjó con los ojos rojos.

—¿Por qué no? Debemos estar felices; en dos días nuestro rey supremo se casa. Ten, aquí está la invitación —Atenea estiró su mano, y a Darius le temblaron las suyas. No sabía qué ocurría ni por qué ahora los invitaba después de tantas veces de casarse sin hacerlo.

La tarjeta lo dejó frío: en grande decía el nombre de los novios, Rey Herodes y la futura reina Aria. El pecho le dolió, aunque sintió alivio también al saber que estaba viva.
Cedric no esperó para acercarse y observó también la tarjeta. Su hija estaba viva, y eso solo aumentaba su culpa.

El pecho de Darius se aceleró; necesitaba ir a verla, hablar con ella. No se podía casar, ella era de él, o eso pensaba.
A pesar de que no hubo respuesta, su padre, el antiguo alfa, intuyó lo que haría; entonces le colocó la mano en el hombro.

—Causarás una guerra, hijo. Ya nada se puede hacer —las palabras de su padre, aunque dolían, eran ciertas, y él no resistió y volvió a salir corriendo. No le importaba su desnudez, no le importaba si lo veían; lo único importante era lo que había perdido.




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