Darius se levantó tratando de alejarse, pero su padre lo detuvo por el brazo.
—¿Qué piensas hacer? Se te olvida dónde estamos —su padre siseó apretando los dientes, aunque al alfa no le importaba nada.
—Es obvio que va a entrar sola y esta vez haré las cosas bien —gruñó bajo, queriendo irse, pero su padre no lo soltó.
—Esto no es hacer las cosas bien, es todo lo contrario. Tú estás cansado —ambos se miraban fijo, llamando la atención de varios, aunque no sabían del todo lo que sucedía.
—No te atrevas a dejarme en ridículo, Darius —Atenea se acercó a ellos con su típica voz chillona—. ¿Por qué quieres regresar con la mujer que rechazaste? —siguió, y Darius se giró para clavar sus ojos en ella, aunque toda la catedral fue interrumpida por la marcha nupcial.
Los invitados giraron, y la media hermana de Aria junto a su madrastra se prepararon para el espectáculo.
Cedric quería ir por su hija; ya no iba a permitir que la dañaran, y Darius estaba dispuesto a enfrentarse a quien sea.
La melodía seguía y Dalila no alcanzó a llegar a la puerta, porque ya venía entrando Aria, enfundada en un hermoso vestido blanco corte princesa. La parte de arriba estaba compuesta por un corsé decorado con diamantes; poseía un escote en forma de corazón, finas mangas de encaje bordado nacían de debajo de sus hombros. La falda, amplia, con capas de encaje y tul bordado con pequeños diamantes, hacía que cada paso que daba la hiciera resplandecer, y más por el moño recogido donde descansaba una corona repleta de piedras preciosas. Todo se complementaba con el maquillaje sutil que la hacía parecer un ángel.
A su lado, y con su mano entrelazada, caminaba Herodes; su mentón iba en alto, aunque no dejaba de ver a su futura esposa.
Lucía un imponente conjunto nupcial que fusionaba la elegancia real con sutiles referencias a su naturaleza licántropa. Su figura se realzaba con un abrigo largo de corte estructurado, confeccionado en un tejido negro con un brillo sedoso. Este abrigo presentaba intrincados bordados plateados que adornaban los puños, el frente y el cuello, con diseños que evocaban filigranas antiguas y patrones que insinuaban la gracia de la luna.
Debajo del abrigo, llevaba una camisa o chaleco ajustado en un tono a juego, que se ceñía a su torso. En la cabeza, una gran corona gritaba lo que era: el rey supremo.
Estaba forjada en oro y sus gemas eran negras, aunque en el centro había una nueva, algo que rompía lo monocromático del atuendo: un diamante azul intenso en homenaje a los ojos de su reina.
Sobre los hombros caía majestuosa una capa amplia y fluida, de un color gris profundo, que estaba ribeteada con una lujosa piel oscura y densa, aportando un aire de poder y calidez invernal.
Todos quedaron con la boca abierta al ver a los monarcas llegar así; la tradición era que el novio esperase a la novia, pero este no era el caso.
Herodes detuvo sus pasos y los de su futura esposa, y dirigió su vista solo a ella, aunque a la vez vociferó con un tono tan grave y poderoso, sin necesidad de gritar, que doblegó a todos.
—Inclínense ante mi reina —no hubo quien no inclinara su cabeza. Aria siguió su camino mirándolo embobada; el miedo que sentía por ser plantada era tan grande que lloró al salir de la habitación, y entonces él no dudó en decirle que la traería, a pesar de haberle dejado claro tantas veces que no haría cosa tal.
Aria le sonrió con tranquilidad, y él no apartaba la vista de ella; sentía que podía desaparecer si lo hacía.
Los invitados, ahora de vuelta a sus posturas, observaban atónitos la escena ante sus ojos.
Darius apretó los dientes y los puños; no podía creer que la había entregado a los brazos de otro. Podía ver la mirada de ella, una parecida a la que una vez le regaló a él, aunque esta era diferente: más segura y más feliz.
La pareja llegó al altar. Eros, el padre de Herodes, podía respirar tranquilo; se había imaginado muchos escenarios, pero nunca el que tenía ahora frente a él.
Se aclaró la garganta, tomó la mano de su esposa y comenzó:
—Como antiguo rey de este reino, estoy más que orgulloso y honrado de ser el que oficie esta ceremonia —su voz se esparció por cada rincón de ese enorme lugar—.
Hoy se casan dos de mis hijos: uno de ellos es mi primogénito, quien reina y protege con manos de hierro este reino —a su hijo, y este asintió con la cabeza—. La otra es la hija que me regaló la vida, este ángel que fue mandado a mi reino para traer felicidad —continuó con un nudo en la garganta; eran demasiadas emociones juntas—.
Hoy se convierten en uno solo, para cuidar y defender a todas las manadas, y sé que serán un gran equipo —las palabras de Eros arrastraban verdad—.
Ahora les toca a ustedes decir los votos y el juramento para recibir esta responsabilidad.
Todo el lugar esperó en silencio, pero Darius quería impedirlo. Su mujer no podía ser de otro. Ella no.
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Editado: 22.11.2025