Los ojos del rey Herodes se abrieron con exageración, la observaba no atónito por las palabras que habían brotado de ella.
«Te amo», dos palabras, una frase que guardaba tanto y que significaba muchísimo más; no pensó escucharla de sus labios todavía. Ella siempre respondió a sus besos, pero él creía que era solo porque iba a ser su esposo y no había vuelta atrás.
Se acercó a su boca y plantó un beso en ella; todo desapareció. Había mucha gente que vino solo a verlos, pero nada de eso importaba. Solo ella.
Cuando se separaron, él la dejó en el suelo, acomodándole el vestido porque alfas de varias manadas se acercaron a ellos; debían felicitarlo por respeto, pero también querían decirles que estaban a su disposición para la guerra.
La reina caminó hacia su amiga y su suegra, quienes la envolvieron en un abrazo enorme en su espalda, y ella lloró de felicidad.
—Ahora sí puedo decirte “mamá”. —La risa de la joven reina se amplió y la madre de Herodes rió mientras sonreía.
—Siempre has sido mi hija, pequeña. Desde el día que te conocí te quiero como a una; no importa la sangre ni la descendencia, solo importa el amor que te tengo.
Dalila gritaba en silencio por las palabras a su madre y la emoción en los ojos de su amiga. Esto era lo que quería: verla así, feliz y sin miedos. Esta joven era segura y confiaba en ellos.
—Hija... —la voz de Cedric la hizo girarse.
Aria volteó con cuidado, pero sin bajar la mirada. No era de guardar rencor en su corazón, pero, de solo acordarse de todo lo que había vivido, no podía sentir amor por él.
—Beta Cedric, ¿qué desea? —Su tono era frío y sus ojos ahora eran dos lanzas afiladas, listas para defenderla.
—Hija, por favor... —trató de decir, pero sus palabras fueron calladas.
—¿Hija? Disculpe, pero me está confundiendo. Su esposa, mi madre, murió hace mucho; yo la maté al nacer, y padre nunca he tenido. —Esas fueron sus palabras más frías que el invierno y más duras que una roca enorme.
—Yo... me equivoqué... —El hombre estaba arrepentido, pero ya no importaba nada de lo que dijera.
—Aria, mi amor, por favor. —Ahora fue Darius quien se acercó para hablar con ella.
Los ojos de la reina lo detallaron, observándolo desde arriba hacia abajo. La joven frunció el ceño y ladeó la cabeza en un gesto de confusión.
—Disculpe, alfa Darius, ¿está tomado? —preguntó sin sonreír, a pesar de que lo que dijo daba gracia.
—Aria, debemos hablar. Sé que te traté mal y lo hice por un malentendido; deseo que me perdones. —El hombre estaba desesperado; hablaba rápido y respiraba aún más. Sus ojos no dejaban de verla, aunque la joven seguía impasible.
—No sé qué están tramando, pero no me interesa. Si ha hecho algo malo y quiere rendirle cuentas al rey, mi esposo está por aquel lado. —Trató de girarse, pero la mano de Darius se apretó contra sus brazos, agarrándola. Un grave error de su parte.
Todo sucedió demasiado rápido. En cuestión de segundos, la mano del alfa salió disparada de un manotazo; después cayó hacia atrás, rodando por el suelo, y se quedó allí. Herodes lo había levantado con la mano, dejando que todos lo observaran.
—Nadie toca a mi mujer. Tu imprudencia puede costarte la cabeza y la vida de tu manada. —El tono de Herodes era bajo y terrorífico; su voz era de ultratumba. Tanto Zeus como él compartían el control, y Darius solo lo observaba fijo, con pánico, al darse cuenta de lo que había causado. No solo estaba en riesgo su vida, sino también la de mucha gente.
—Amor... —La reina no se acercó a su esposo, solo habló, y de inmediato, como si hubiese bajado un interruptor, Herodes dejó caer al sujeto.
La gente jadeó con sorpresa y muchos murmullos de crítica comenzaron a entablarse.
—No voy a permitir que te falten el respeto, mi reina. —Giró la cabeza, cambiando la mirada asesina por una diferente, por un brillo especial, algo que hizo temblar a la reina de alegría y felicidad.
—Estoy de acuerdo contigo, mi amor, pero creo que el alfa Darius ha aprendido la lección.
Darius seguía en el suelo, tirado. Aunque quería partirle la cara, sabía que no tenía ni oportunidad ni el derecho de condenar a una manada entera por sus estupideces.
El ambiente se volvió tenso. Elías se acercó con ganas también de partirle la cara a Darius; el padre de Herodes apretaba los puños, y Cedric estaba tan preocupado que fue a buscar al padre de Darius para calmarlo, pero ya el mal estaba hecho. Él había ofendido a la reina del rey Herodes, y eso no se lo iba a dejar pasar, al menos no sin algunos moretones que recordara de por vida.
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Editado: 22.11.2025