Loba traicionada

Luna de miel

El vehículo estacionó frente a una hermosa pradera, el lugar parecía un cuento de hadas rodeado por un pasto verde y un lago hermoso... Detrás de un par de árboles frondosos había una cabaña con ventanales enormes y cristalinos, era de dos pisos y Aria sonrió observando cada detalle.

—Es hermoso, rey… —murmuró, y Herodes frunció su entrecejo confundido.

—¿Rey…? Nos acabamos de casar, no aceptaré ese título a menos que el “mi” vaya delante —gruñó tomándola en brazos, sacándole un pequeño grito de sorpresa, acercó su boca a la de ella y dejó que sus labios hablaran.

—Mi rey… —dijo ella con una sonrisa y besó su nariz—. Me gusta ese apodo.

Herodes caminó con paso firme y, al entrar, rosas blancas decoraban cada rincón, paredes blancas y aroma suave llenaba el lugar.

—Es hermoso… —murmuró extasiada, su pecho subía y bajaba acelerado.

—Es tuyo, cachorrita… —besó su frente, llegando al último escalón. La puerta de madera que protegía una habitación se abrió y los ojos de Aria se llenaron de lágrimas, no creía lo que sus ojos presenciaban.

—Yo… esto… es muy lindo… —Él la bajó y ella se acercó al camino de arreglos de rosas blancas que la guiaban hasta una cama inmensa, tanto como la que compartía con él en el castillo.

La cama estaba rociada de pétalos blancos y, encima de ellos, un brillo daba la impresión de un cielo estrellado, cortesía de Kael.

—Mi amor… —se giró sin importarle nada, se aferró al cuello de su esposo. Era extraño decirle así, pero lo fue más la manera en que él la trataba; la alzó para que estuviera cómoda, ya que por su estatura debía estirarse un poco.

Aria aprovechó y, sin saber por qué, enredó sus piernas alrededor de las caderas de Herodes, haciendo que él reaccionara a su tacto. Hacía no sabía cuánto tiempo que no estaba con una mujer, pero ella no solo era una mujer: era su destinada. No entendía lo que había sucedido, pero agradecía el hecho de tener a Aria para él.

Los labios suaves de la reina se movieron sobre los de su rey, no deseaba estar en otro lugar; el miedo que pensó que sentiría no estaba presente, había otra cosa: un deseo incontrolable por tenerlo cerca.

De repente solo importaban ellos, el olor de las rosas, la brisa del lago que se colaba por la ventana y sus cuerpos buscando el calor del otro. Para Herodes era adorable ver sus pequeñas manos quitar la ropa de su cuerpo, así que decidió tomar el control y, entre besos, llevarla a la cama.
Una de sus grandes manos tomó uno de los pies de su esposa y sacó el zapato brillante que la decoraba; dejó un beso en la piel expuesta y subió hasta llegar a sus muslos. Una risita nerviosa abandonó los labios de ella.

Herodes disfrutaba cada segundo; se fue por el otro zapato y, una vez fuera, lo siguiente fue el maravilloso vestido, pero nada le encantó más que ver la lencería debajo de ella, era un tono inmaculado como su alma, el encaje quedaba perfecto con el aura pura de su reina.

Aria sintió temor, esto era nuevo para ella: una cosa era dormir a su lado y otra entregarse entre sus brazos.

—Si tienes miedo… podemos parar —su tono, aunque suave, no opacaba lo imponente de su voz.

—Mi miedo es no gustarte… o hacer algo que te moleste —susurró, y él le contestó con un suave beso.
Mientras apreciaba a su pequeña esposa, se alejó un paso para quitarse la ropa; la tela pesada cayó en el suelo, ese fue el destino de cada prenda.
Aria miraba sus ojos para no sonrojarse con la belleza de él.
Entre más tela sacaba de su cuerpo, más piel aparecía, y la joven no pudo seguir ignorando el cuerpo ante ella.

—Diosa Luna… —susurró mientras observaba los brazos musculosos y los anchos hombros de Herodes; su mirada siguió bajando, los pectorales al igual que sus cuadros marcados eran una locura, nadie era tan perfecto.
Contuvo la respiración cuando las líneas a los lados del hombre la guiaron hacia abajo, y casi colapsa.

—Por la santa Diosa Luna… —jadeó, sus orbes abiertos de par en par y su boca seca.

Herodes sonrió tomando en una mano su inmensidad, su tamaño era aproximadamente lo que medía de su muñeca hasta el inicio del antebrazo; venas decoraban su miembro y la chica estuvo tentada a correr de los nervios.

—Eso no va a… —balbuceó.

—Shh… —dejó que su peso descansara sobre ella, el corazón de la reina palpitaba con rapidez y no dejaba de observarlo.

Él acarició su rostro delicado y sus labios fueron a su cuello; de inmediato ella cerró los ojos ante su tacto. No era rudo, toda su actitud de siempre había desaparecido, solo estaba alguien diferente.

—Mía… —gruñó mientras bajaba por su cuello, se tomó el tiempo de venerar su cuerpo, sacando la lencería de delicada piel. Besos adornaron sus pechos, mientras los jadeos de Aria eran una melodía que sacudía el silencio.

No solo sus picos rosados sintieron su lengua, su centro rosado se estremeció cuando él también le dedicó tiempo allí. Besó sus muslos y sus labios íntimos antes de jugar con su parte más sensible.

Aria se agarraba del cabello largo de Herodes, las emociones que sentía eran un remolino, no quería que parara.

—Cachorrita… —susurró al verla temblar y vaciarse en su boca.

Él apareció con su rostro teñido de rosa y eso solo lo hacía desear estar dentro de ella. No perdió tiempo y subió a sus labios sin dejar de acariciar sus cuerpos, ella se aferró a él susurrando una súplica.

—Amor… no sé qué me pasa… —se frotó contra él, y el rey no necesitó más palabras. Tomó sus caderas y, con una suavidad que no sabía que poseía, se abrió paso en ella.
Atrapó su boca en un beso, ahogando el grito que brotó de su garganta.
Ella estaba entregándose a él sin reservas, y no solo se trataba del cuerpo: ella estaba volviendo a confiar.

—Shh, mi pequeño ángel —besó sus mejillas sin moverse—. Si duele mucho podemos tomarnos un momento.

Ella no quería, así que negó, y para calmarlo movió sus caderas; dolía demasiado, su esposo era realmente enorme, pero ella se amoldaba a él, parecía creada a su medida.




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