La luz del amanecer se filtraba suavemente por las cortinas, acariciando la piel de Aria. Despertó con la sensación de que algo dentro de ella había cambiado de manera irreversible. No era sueño ni fantasía: había ocurrido algo profundo, algo que unía su esencia a la de Herodes de manera definitiva. Sintió un calor que recorría cada célula, una energía que la llenaba de claridad y confianza.
Herodes la observaba desde la cama, sus ojos reflejando la misma intensidad que ella sentía. Sonrió, una sonrisa serena y segura, y extendió la mano para tocar suavemente su rostro.
—¿Lo sientes? —preguntó ella, con un hilo de voz que apenas podía controlar.
—Lo sé —respondió él, acercándose—. Todo esto… ahora es nuestro. Nada podrá separarnos. Ahora eres mía y solo mía.
Aria cerró los ojos, dejando que la voz de Herodes penetrara en su mente, en su corazón. No era posesión, tampoco miedo y mucho menos control. Era pertenencia y unión, la clase de conexión que solo se da una vez en la vida, irreversible y completa. Un vínculo que se sentía incluso en silencio, en el simple roce de la piel, en la respiración compartida.
Herodes se levantó con cuidado, temiendo romper el equilibrio recién descubierto. Preparó un desayuno ligero: frutas frescas, panes recién horneados y miel, el aroma llenando la habitación, cálido y reconfortante. Aria se sentó en la mesa, observando cómo él cuidaba hasta el mínimo detalle, cada movimiento parecía diseñado para verla sonreír.
—Siempre he querido que tengas esto —dijo, colocando frente a ella el plato más colorido—. Todo lo que no tuviste, todo lo que mereces, cachorrita.
Ella lo miró, incapaz de retener la emoción.
—Nunca nadie… nadie me había cuidado así.
Él se inclinó y rozó sus labios contra su frente, con ternura infinita.
—Ahora puedes recibirlo, cachorrita.
Después del desayuno, la condujo fuera del palacio hasta un pequeño sendero que llevaba al lago. El aire estaba impregnado de flores silvestres y de la humedad fresca del agua cercana. Aria se dejó guiar, sus manos entrelazadas con las de él, caminando en silencio, dejando que el sonido de sus respiraciones y pasos los acompañara.
Cuando llegaron al lago, se detuvieron. Herodes la sostuvo frente a él, tomando su rostro entre las manos. El reflejo del sol sobre el agua iluminaba sus ojos, mostrando un brillo que no era natural, sino que provenía de algo más profundo.
—Todo esto es para ti —dijo Herodes—. Cada instante que quieras recordar, cada momento que desees vivir, estará contigo.
Aria se inclinó hacia él, sus labios encontrando los de Herodes en un beso largo y cálido, lleno de promesas, de recuerdos y de futuro. No había urgencia o necesidad, solo la certeza de que nada podría romper lo que ahora los unía.
Se sentaron juntos en la orilla, las piernas tocando la superficie del agua, y Herodes rodeó sus hombros de manera delicada aún en contra de su naturaleza tosca. Ella apoyó la cabeza en su pecho, escuchando el latido constante y tranquilo, absorbiendo la seguridad que le ofrecía. Cada gesto y caricia poseía un gran significado: él estaba presente completamente y ella podía confiar en él sin reservas.
El día avanzó entre risas suaves, conversaciones tranquilas y silencios compartidos. Él le mostraba los secretos del lago, los lugares escondidos donde las flores crecían con más rapidez, los árboles que ofrecían sombra perfecta. Ella respondía con sonrisas, con miradas, con pequeñas muestras de afecto: tomar su mano, rozar su mejilla, inclinarse para un beso corto y lleno de complicidad, esa que no tuvo jamás.
Cuando el sol comenzó a descender, Herodes la llevó más cerca del agua. La tomó entre sus brazos y giró suavemente, y aunque la situación era íntima, nunca cruzaron el límite del acto físico; no era necesario. El calor del cuerpo, el contacto cercano, la forma en que se miraban, en cómo los labios se buscaban, todo dejaba claro que su vínculo iba más allá de cualquier necesidad.
—Todo esto es tuyo, Aria… no solo eres la reina de Luna Escarlata, eres dueña de todo lo que imagines.
El cielo comenzó a teñirse de tonos rosados y dorados, y ellos permanecieron allí, abrazados, dejando que el mundo girara a su alrededor. La noche que se aproximaba no traía miedo ni inseguridad, solo un camino claro: el de que el lazo que habían creado los protegería, los sostendría y los acompañaría en cada paso que dieran.
Cuando finalmente regresaron a la cabaña, Aria se sentía diferente. No solo había experimentado un vínculo que la hacía sentir completa, sino que había comprendido que su vida con Herodes apenas comenzaba.
—Herodes… —lo llamó suave y él no respondió—. Hero… Rey… —intentaba sin resultado alguno—. Cariño…
Herodes sonrió y se acercó rápidamente; la tomó en sus brazos y sus labios dominaron su boca.
—Así, cachorrita, suena mucho mejor.
Mientras en ese lugar se respiraba paz, en otro más frío y lejano se planeaba el peor de los ataques, nadie lo intuía y la pareja feliz mucho menos.
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Editado: 16.12.2025