Ava
—Pídele un Ferrari último modelo. —sugiere Jennifer riendo.
—Creo que basta de margaritas para ti, Jen. —comenta Sophie sacándole el vaso.
—No, déjame. Estoy lidiando con una hija de casi once años a la que le han empezado a gustar los niños y quiere ir al cine con un compañerito de la escuela ocasionando que Tucker camine por los techos, ni hablar que odia que su hija se ponga brillo labial. Todavía no acepta que Matilda está creciendo—bebe un trago—. Un hijo de cuatro años que acaba de comenzar el jardín y llora cada vez que lo dejamos. Necesito el alcohol.
Sophie asiente.
—A mí me cuesta aceptar que mi hijo decidiera mudarse a Londres el próximo año para ir a la Universidad allá. Por lo menos me queda mi hija, aunque odia las cosas de niñas y le encanta el fútbol, todavía quiere pasar tiempo con su padre y conmigo. Me siento vieja.
—No te llames a ti misma vieja porque tenemos la misma edad y yo no soy vieja. —exclama Jennifer.
Adoro a mis amigas, si bien, a veces, pienso que debería buscar alguna amiga que no tenga hijos para que me comprenda.
Escucharlas hablar sobre sus hijos pone en duda mi deseo de ser madre.
No las entiendo, se quejan por el trabajo que dan los hijos y una vez que están grandes y comienzan a ignorar a sus padres, se quejan de que ellos no le dan atención.
La maternidad es algo confusa ahora que lo pienso.
Termino mi margarita al momento que aparece Aithana y se sienta a mi lado. Mi amiga parece un fantasma con resaca de varios días. Ni se ha peinado.
—Bebé dormido—exclama bebiendo agua—. Chicas, les agradezco por venir a hacerme compañía un rato. Iker pudo llevarse a Brennan, pero no al bebé—suspira—. ¿De qué hablaban?
—De los hijos creciendo.
—Y de don espresso y su propuesta. —agrego.
—¿No sabes su nombre? —pregunta Aithana.
—Sí, Elliot, pero llevo meses diciéndole don espresso y me gusta más. En fin, ¿qué opinas? Jennifer dice que debo aceptar y pedirle un ferrari, Sophie que no. ¿Qué hay de ti?
—Que no importa lo que opinemos, harás lo que tú quieras y te conozco lo suficiente para saber que deseas aceptar y buscas que nosotras te convenzamos de lo contrario. En mi opinión, no deberías aceptar.
—Somos dos contra una. —menciona Sophie con una sonrisa triunfal.
—Tienes razón. Voy a aceptar.
Jennifer salta en su lugar y me felicita por mi decisión. Las otras dos resoplan.
—¿Le pedirás el ferreri? —pregunta Jennifer.
—Necesito un poco de aventura, algo que me saque de mi zona de confort. Amo mi vida en París, pero soy inquieta y necesito emoción y no hablo de la sexual, aunque esa no me vendría mal, pero no. Ya sé que puedo pedirle. No será un Ferrari porque me sentiré como una prostituta sin sexo.
—Vale la pena por un Ferrari. Ni las prostitutas con sexo consiguen uno.
Me agrada como piensa Jennifer. Sin embargo, dudo que me dé un Ferrari.
—¿Qué pedirás? —pregunta Aithana.
—Ayuda para el albergue de niños que conocí hace unos meses. El dinero que donan ustedes es de gran ayuda y el lugar está mucho mejor que desde entonces. Sin embargo, nunca está demás recibir ayuda para otras cuestiones… Claro, es perfecto—aplaudo complacida—. ¿Qué dijo tu hermano sobre don espresso, Sophie?
Ella busca su celular y lee el mensaje de su hermano.
—El hombre está limpio. Tiene treinta y cinco años. Nació y creció en Périgueux, Dordoña con sus padres. La madre era maestra de primaria y el padre contador. Elliot se mudó luego de graduación para estudiar finanzas y administración en la Universidad de París con una beca, donde se graduó con honores, fundó su compañía con su amigo de la universidad gracias a un inversionista y hoy es considerado uno de los mejores asesores financieros de París. Su padre falleció hace un par de años y su madre se mudó del pueblo a París, quien reside en una residencia para adultos mayores. No tiene antecedentes penales, tiene buenas referencias, parece ser honesto, es soltero sin hijos y participa en varias obras de caridad—aparta la mirada del celular—. Básicamente es el hombre perfecto para ti, Ava. Guapo, trabajador, inteligente, honesto y con fobia al compromiso.
Jennifer le saca el teléfono a Sophie y mira la foto.
—Diablos, está para hacerle cosas sucias. Si no tuviera esposo…
—Pero lo tienes—le recuerda Sophie recuperando su celular—. Estás llegando a los cuarenta años, amiga.
—Hecha una diosa—agrega—. Ava, haz cosas sucias por mí.
Suelto una carcajada.
—Yo también deseo hacerle cosas sucias, mas no es lo que pide él.
—Una vez que comiences, lo pedirá. —dice Aithana y reímos.
La charla va directo hacia la edad, varices y estrías. Yo enfoco mi atención en la información que leyó Sophie porque me da igual todo eso.